Fuera de la ley

Frotándome el cuello con delicadeza, me quedé en la puerta observando que Minias, Jenks y mi madre se ponían a la cola. La alarma del detector de hechizos pesados mostraba un color rojo intenso (probablemente por culpa de Minias), pero ninguno de los clientes que atestaban el local parecía haberse dado cuenta. Faltaban tres días para Halloween, y todo el mundo estaba probando sus hechizos.

 

Mi madre no conseguía estarse quieta ni un momento y, a su lado, el de-monio parecía muy alto. Su bolso sin asas de piel color crema conjuntaba a la perfección con sus zapatos. Por lo visto, yo había heredado el sentido de la moda de mi padre, al igual que la altura, que me hacía bastante más alta que mi madre y apenas unos centímetros más baja que Minias, incluso a pesar de sus botas. Y estaba claro que mi complexión atlética también era de mi padre. Con ello no quería decir que mi madre tuviera mal tipo, pero los re-cuerdos de las tardes que pasábamos en Edén Park y las fotos de antes de que muriera, confirmaban que me parecía mucho más a él que a ella. Resultaba reconfortante pensar que, a pesar de que hacía doce a?os de su muerte, una parte de él seguía viva en mí. Había sido un padre maravilloso, y todavía lo echaba de menos cuando mi vida se escapaba de mi control. Lo que sucedía con mucha más frecuencia de la que me gustaba admitir. Detrás de mí, el irritante detector de hechizos pesados parpadeó por última vez y se apagó.

 

Aliviada, me relajé situándome detrás de Minias, provocando que sus hom-bros se tensaran. Había estado notablemente callado en el coche, poniéndome los pelos de punta al notarlo sentado, más tieso que un palo, detrás de mí, mientras mi madre se sentaba de lado para vigilarlo. Había tratado de disimular el escrutinio dándole conversación, mientras yo llamaba a Ivy y le dejaba un mensaje para que fuera corriendo a casa de Ceri y lo advirtiera de que Al andaba suelto por ahí. La exfamiliar del demonio no tenía teléfono, lo que empezaba a ser un incordio.

 

Esperaba que el tono distendido de mi madre formara parte de una estratagema para aligerar la tensión y no una evidencia de su dificultad para mantener los pies en el suelo. Ella y Minias habían empezado a llamarse por sus nombres de pila, y a mí me parecía fantástico. Aun así, si hubiera querido causar problemas, hubiera podido hacerlo media docena de veces durante el trayecto desde la tienda de encan-tamientos hasta la cafetería. Sabía que estaba aguardando el momento oportuno, y me sentía como un insecto al que le hubieran clavado un alfiler.

 

Mi madre y Jenks se apartaron un momento de la fila para comerse con los ojos las piezas de repostería, y cuando el trío de hombres lobo que estaba de-lante de nosotros terminó de pedir y se marchó, Minias se adelantó y se quedó mirando con indolencia los paneles donde se podía leer el menú. A nuestra espalda, un hombre vestido con traje de chaqueta resopló con impaciencia, pero luego se puso pálido y dio un paso atrás cuando el demonio lo miró a través de sus gafas oscuras.

 

Minias se giró de nuevo hacia el muchacho situado detrás del mostrador y sonrió.

 

—Un latte grande, doble espresso de mezcla italiana, con espuma ligera y extra de canela. Y quiero que utilice leche entera. Ni desnatada, ni semi. Leche entera. Y póngamelo en taza de porcelana.

 

—?Como guste! —respondió entusiasta el chico del mostrador. Yo levanté la vista. Su voz me resultaba familiar—. ?Y para usted, se?ora?

 

—?Yo? Ummm —balbuceé—. Un café. Solo.

 

Minias me miró con recelo. Su expresión de sorpresa se percibía incluso detrás de sus gafas oscuras, y el chico del mostrador parpadeó.

 

—?De cuál? —preguntó.

 

—Me es indiferente —respondí cambiando el peso de pierna—. ?Y tú que vas a tomar, mamá?

 

Mi madre se acercó rápidamente al mostrador con Jenks en su hombro.

 

—Un espresso turco y una porción de tarta de queso, siempre que alguno de vosotros acceda a compartirla conmigo.

 

—Yo lo haré —canturreó Jenks, fuerte y claro, sorprendiendo al chico del mostrador. Todavía empu?aba la espada hecha con el clip, y aquello me hacía sentir mejor.

 

Mi madre me miró y, cuando yo asentí con la cabeza para indicar que también estaba dispuesta a compartirla, se le iluminó el rostro.

 

—En ese caso, póngamela. Con tenedores para todos —respondió mirando tímidamente a Minias. El demonio, por su parte, dio un paso atrás saliendo prácticamente del alcance de mi visión periférica.

 

El joven miró de reojo a Jenks mientras tecleaba el pedido. Seguidamente anunció:

 

—Catorce con ochenta y cinco.

 

—Falta una persona por pedir —dije intentando no fruncir el ce?o mientras Jenks aterrizaba sobre el mostrador con las manos en jarras. Me sacaba de qui-cio que la gente lo ignorara, y preguntarle si quería compartir la comida solo porque no iba a comer mucho era condescendiente.

 

—Yo tomaré un espresso —anunció con arrogancia—. Sin leche, pero pón-game la mezcla de la casa. Esa mierda turca me da una cagalera que me dura una semana.

 

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