—Se dice diarrea, Jenks —mascullé mientras tiraba de mi bolso hacia de-lante—. ?Por qué no buscas una mesa? ?Tal vez una que esté en una esquina, donde la gente no nos moleste?
—Lo sé. Una en la que puedas sentarte de espaldas a la pared —dijo. Era evidente que el clima húmedo y templado de la cafetería hacía que se sintiera mucho mejor. Una temperatura constante inferior a los cuatro grados centígra-dos hacía que entrara en hibernación y, a pesar de que Cincinnati la alcanzaba regularmente después del anochecer, el tocón en el que vivía con su enorme familia era capaz de retener suficiente calor para mantenerlos calentitos hasta casi mediados de noviembre. Ya me horrorizaba pensar en el temido momento en que él y su prole se mudaran a la iglesia en la que vivíamos Ivy y yo, pero no podían hibernar porque se arriesgaban a que Matalina, su enferma mujer, muriera de frío. De hecho, la bufanda que yo llevaba no era por mi comodidad, sino para protegerlo a él.
En ese momento me bajé la cremallera del abrigo, al fin y al cabo Jenks no era el único que se alegraba del calor de la cafetería. Luego entregué al muchacho un billete de veinte, metí las vueltas en el bote de las propinas e hice esperar un poco más al ejecutivo que tenía detrás mientras garabateaba en el tique ?reunión con un cliente? y me lo guardaba en el bolsillo.
Cuando me giré, vi a mi madre y a Minias, que estaban de pie, nerviosos, junto a una mesa pegada a la pared. Jenks estaba sobre la lámpara y el calor de la bombilla hacía que despidiera una nube de polvo. Estaban esperando a que llegara yo para decidir dónde sentarse, así que agarré algunas servilletas y me dirigí hacia donde se encontraban.
—Es un sitio genial, Jenks —le dije mientras pasaba por detrás de mi madre para tomar asiento en la silla que estaba apoyada contra la pared. Inmedia-tamente después, mi madre se acomodó a mi izquierda mientras que Minias escogió la silla de mi derecha, no sin antes alejarla unos treinta centímetros. Estaba casi en medio del pasillo. Era evidente que ambos necesitábamos nues-tro espacio. Aproveché la ocasión para quitarme la chaqueta y me quedé de piedra cuando vi deslizarse por mi mu?eca la pulsera que me había regalado Kisten. Me asaltó un sentimiento de dolor, casi de pánico, y sin levantar la vista, la remetí bajo la manga del jersey.
La llevaba puesta porque había estado muy enamorada de Kisten, y todavía no me sentía preparada para dejarlo marchar. La única vez que me la había quitado descubrí que era incapaz de meterla en el joyero que tenía junto a las afiladas fundas de vampiro que me había dado. Tal vez, si lograba descubrir quién lo había matado, podría seguir adelante con mi vida.
Ivy no había tenido mucha suerte intentando dar con el paradero del vampiro que Piscary había dado a Kisten como regalo de sangre legal. Yo estaba convencida de que Sam, uno de los lacayos de Piscary, sabía quién era, pero me equivoqué. La prueba del polígrafo humano que le había hecho la AFI, la Agencia Federal del Inframundo (la versión humana de la SI) era bastante fiable, pero el amuleto que yo había puesto alrededor del cuello de Sam cuando Ivy le ?preguntó? era aún mejor. No obstante, aquella fue la única vez que lo ayudé a interrogar a alguien. La vampiresa viva me daba mucho miedo cuando la cabreaban.
El hecho de que Ivy no obtuviera ningún resultado era bastante inusual. Su habilidad para investigar era tan buena como mi capacidad para meterme en líos. Desde el ?incidente? con Sam, habíamos acordado que le dejaría dirigir la investigación, y aunque yo estaba impacientándome con lo poco que habíamos avanzado, mi manía de tirar vampiros contra la pared no era, precisamente, muy prudente. Lo peor de todo era que la respuesta estaba enterrada en algún lugar de mi inconsciente. Tal vez debería haber hablado con el psicólogo de la AFI para averiguar si podía arrojar algo de luz sobre este asunto. Sin embargo, Ford me hacía sentir incómoda. Podía sentir las emociones incluso antes que Ivy pudiera olerías.
Incómoda por la situación, recorrí con la vista la decoración del concurrido local. Detrás de mi madre colgaba una de esas estúpidas fotografías con bebés disfrazados de frutas, flores o algo parecido. Mis labios se separaron y miré a Jenks, y luego al mostrador donde el adolescente manejaba a los clientes con un barniz de profesionalidad. ?Ahora caigo!, pensé de repente. Aquella era la cafetería donde Ivy, Jenks y yo nos habíamos puesto de acuerdo para dejar la SI y trabajar por nuestra cuenta. Pero ahora Júnior parecía saber lo que se traía entre manos, lucía una etiqueta de encargado en su delantal de rayas rojas y blancas y disponía de varios subalternos para que se ocuparan de las tareas más desagradables de la regencia del negocio.