Toqué la línea, intentando que me tomara, con la mente puesta en Ivy, pero en aquel momento el pu?o de Al, cubierto por un guante blanco, me golpeó en la sien obligando a Minias a soltarme. Caí al suelo consiguiendo poner las manos entre mi cuerpo y el cemento en el último momento, rasgándome las palmas. Un pie me asestó una patada en el estómago y, dando boqueadas para coger algo de aire, rodé hasta la puerta lateral de la basílica. Incapaz de respirar, me quedé mirando el horrible cielo rojizo y sentí el viento en mi rostro.
—Así —gru?ó Al—. Deberías dejar la captura de familiares en manos de los expertos, Minias.
Sentí que este último me levantaba por los aires dejándome los brazos colgando.
—?Por toda la saliva sagrada! Sigue consciente.
—Entonces vuelve a golpearla —dijo Al.
A continuación sentí un nuevo dolor, aún más atroz, que me hizo perder el conocimiento.
28.
Me dolía la cabeza. A decir verdad, el dolor punzante, que parecía provenir del hueso y que latía al mismo ritmo que mi corazón, se extendía por todo el lateral de la cara. Estaba tirada boca abajo, sobre una superficie suave y cálida, a las esterillas de los gimnasios. Tenía los ojos cerrados, y en el límite de mi conciencia se oía el leve susurro de unas voces que, apenas me concentré en él, se fundió en el zumbido lejano de un ventilador.
Moví la cabeza para incorporarme, pero tuve que ralentizar cuando mi cuello se quejó. Me llevé la mano hacia el dolor y estiré las piernas para ponerme en posición vertical. El roce de mis pantalones de cuero contra el suelo emitió un suave sonido y me di cuenta que el eco había desaparecido. Abrí los ojos, pero no pude apreciar ninguna diferencia. Sin apartar la mano del cuello, logré alzar-me ligeramente y sacarme el abrigo de debajo mientras inspiraba lentamente. Estaba mojada. Tenía el pelo húmedo y un suave sabor a agua salada en los labios. La fría certeza de la plata hechizada descansaba en mi mu?eca. Genial.
—?Trent? —susurré—. ?Estás ahí?
Se oyó un áspero carraspeo que me heló la sangre.
—Buenas noches, Rachel Mariana Morgan.
Era Al. Me quedé paralizada, intentando ver algo. En ese momento percibí un chasquido a unos dos metros delante de mí y reculé. Entonces mi espalda se topó con una pared y solté un grito de sorpresa. Estaba aterrorizada. Intenté ponerme en pie, y me golpeé la cabeza contra el techo, que se encontraba a poco más de un metro del suelo.
La risa burlona de Al adquirió profundidad y poco a poco se trasformó en un gru?ido de amargura.
—?Bruja estúpida!
—Ni se te ocurra acercarte —lo amenacé con el corazón latiéndome a toda velocidad y las rodillas a la altura de la barbilla. A continuación me pasé la mano por la cara para quitarme los restos de agua salada y me retiré el pelo—. Si lo haces, te juro que me encargaré de que no puedas engendrar ningún peque?o demonio. Jamás.
—Si pudiera acercarme —dijo Al con su acento claro y preciso—, ya estarías muerta. Estás en la cárcel, cari?o. ?Te gustaría ser mi compa?era de ducha?
Volví a pasarme la mano por la cara separando lentamente las piernas del pecho.
—?Cuánto tiempo…? —quise preguntar.
—?Quieres saber cuánto tiempo llevas aquí? —murmuró Al con indiferen-cia—. El mismo que yo. Todo el día. Si, por el contrario, te estás preguntando cuánto tiempo permanecerás encerrada, la respuesta es muy sencilla: hasta que yo consiga salir. Entonces volveré. No veo la hora de reunirme contigo en esa peque?a jaula en la que te han metido.
Por un instante el miedo se apoderó de mí, pero rápidamente desapareció.
—?Te encuentras mejor? —me preguntó casi como si estuviera ronronean-do—. Ven aquí, cari?o. Acércate a los barrotes y deja que te masajee tu dolorida cabecita. Sé cómo hacer que se te pase. Bastará arrancártela de cuajo.
Su tranquilizadora voz, que no había perdido ni una pizca de su habitual elegancia y refinamiento, dejaba entrever un profundo odio.
De acuerdo. Me habían metido en la cárcel. Y conocía perfectamente el motivo. Pero ?por qué habían encerrado a Al? Entonces me estremecí, preguntándome si era posible que hubiera vuelto a joderle la vida. Me había advertido que no debía contarle a nadie que sabía cómo hacer rotar energía luminosa, y yo no había tenido reparos en hacerlo delante de Minias. Lo habían pillado en una mentira por omisión, y no creía que pudiera darle la vuelta para convencerles de que había hecho lo correcto.
Con los ojos entrecerrados para intentar que aquella neblina negra empezara a coger forma, comencé a moverme con la mano estirada, esforzándome por mantenerme lo más lejos posible de la voz de Al.
Agucé el oído para tratar de captar el eco de mi respiración contra las posibles paredes, pero no escuché nada. Entonces percibí el tacto de una tela y me detuve en seco. A continuación estiré el brazo de nuevo. Se trataba de un cuerpo cálido que olía a sangre y a canela.
—?Trent? —pregunté preocupada mientras me acercaba en cuclillas para ponerle las manos encima. ?Nos han puesto juntos?—. ?Dios mío! ?Estás bien?
—De momento, sí —respondió—. ?Te importaría dejar de tocarme?
El tono de su voz, sorprendentemente despierto, hizo que me apartara de golpe.
—?Estás bien! —exclamé mientras el rubor por el bochorno daba paso a un ligero enojo—. ?Por qué no has dicho nada?