—Entonces, ?por qué no funciona la maldición? —me gritó—. No funciona, Rachel.
—?Y a mí qué me cuentas? —le espeté—. No fui yo la que negoció las condiciones. Tal vez tengamos que volver al lugar por el que entramos. Mi compa?ero no tiene la culpa de que hicieras un mal trato.
Trent me lanzó una mirada asesina y, sin decir una palabra, bajó las escaleras y echó a andar hacia la puerta lateral.
—?Eh! —le grité—. ?Adonde vas?
—A poner distancia entre nosotros antes de que alguien averigüe tu pa-radero —respondió sin aminorar la marcha—. Si los demonios de superficie pueden esconderse de los otros, yo también puedo. Nunca debí confiar en ti. Mi familia murió por haber confiado en un Morgan. Y yo no pienso dejar que me suceda lo mismo.
Cuando abrió la puerta, el desagradable resplandor rojizo del sol inundó la iglesia. Con los ojos gui?ados, alcancé a ver que el cielo presentaba el típico color púrpura que presagiaba una tormenta. Una ráfaga de viento me revolvió los cabellos y deshizo los círculos de polvo. Entonces se cerró de golpe con un sonoro portazo, y tanto el viento como la luz se truncaron de forma fulminante.
Con el corazón a punto de estallar, me arrodillé para meter en la bolsa los restos de la maldición.
—?Jenks! —grité, sin tener ni idea de adonde habría ido—. ?Tenemos que irnos!
A continuación, abandoné el templo y eché a correr detrás de Trent. La potente luz del exterior, en contraste con la suave iluminación de las lámparas eléctricas, me ofuscó.
—?Maldita sea, Trent! —le grité apenas puse pie en el pórtico de cemento—. Si sigues corriendo de ese modo, no podré devolverte a casa de una pieza.
Moviendo los brazos con grandes aspavientos, me detuve en el estrecho rellano delante de la puerta. Justo enfrente, a la sombra de los árboles, se encontraba Minias acompa?ado de tres demonios vestidos de rojo. Trent yacía a sus pies, inmóvil. Mierda. Sabía que estábamos allí desde el mismísimo instante en que el sol había arrojado a Minias de vuelta a su lugar de origen.
Buscando a tientas mi pistola de bolas, me giré para batirme en retirada, pero lo único que conseguí fue darme de bruces con el pecho de Minias.
—?No! —chillé. Por desgracia, estaba demasiado cerca para poder hacer algo, y antes de que pudiera darme cuenta, me agarró los brazos con fuerza. Estábamos al sol, y pude ver sus pupilas horizontales como las de una cabra y el profundo color rojo del iris, tan oscuro que casi parecía marrón.
—Sí —dijo apretándome los brazos con tal fuerza que solté un grito ahoga-do—. ?Por los dos mundos! ?Qué has estado haciendo, Rachel Mariana Morgan?
—Espera —farfullé—. Puedo pagar. Sé muchas cosas. ?Quiero volver a casa!
Minias alzó una ceja.
—Ya estás en casa.
Entonces se oyó un estallido que provenía de los árboles, y Minias se quedó mirando con una mueca de desagrado.
—?Esa bruja es mía! —exclamó la inconfundible voz de Al mientras Minias me rodeaba con uno de sus brazos con actitud posesiva—. ?Dámela! —le ordenó furioso—. ?Tiene mi marca!
—También lleva la marca de Newt —respondió Minias—. Y está en mi poder.
Una oleada de pánico me recorrió de arriba abajo. Tenía que hacer algo. Por lo visto, Al no sabía que me había apoderado de su nombre de invocación, de lo contrario no estaría quejándose por la marca de mierda que había puesto en mi mu?eca, sino que me lo estaría echando en cara hecho una furia. Tenía que salir de allí. No tenía más remedio que sacar la pistola de bolas.
Gru?endo por el esfuerzo, me revolví intentando liberarme. Minias me obligó a darme la vuelta y las piernas se me doblaron torpemente y acabé sentada en el duro suelo de cemento de un empujón. Intenté ponerme en pie y salir corriendo al mismo tiempo, pero Minias me puso una mano en el hombro y me dejó clavada en el sitio. A continuación, tina especie de onda emanó de su cuerpo y me quedé paralizada intentando respirar mientras sentía cómo me invadía hasta el último ergio de energía luminosa. Era lo contrario a la sobre-carga de líneas que Al utilizaba como castigo, y tenía la sensación de que me estuvieran violando. Intenté zafarme y escapar, pero la fuerza de sus garras amarillentas me lo impidió.
Minias me miró desde arriba emanando un fuerte hedor a ámbar quemado y sus ojos adquirieron un tono inquisitivo.
—Lo de intentar robar el nombre de Al para evitar que lo invocaran no estaba mal como idea, pero te equivocaste al tratar de ponerlo en práctica. Nunca nadie ha conseguido acceder a la parte posterior de la estatua.