Fuera de la ley

El elfo se puso en pie, y con suma frialdad, se situó junto a la estatua en un lugar en el que quedaba fuera de mi vista.

 

Sentí que mi presión sanguínea descendía, y moviéndome con cautela para no desequilibrar el trozo de madera, rompí uno de los extremos de la ampolla y derramé tres gotas del color de un rubí negro sobre el lado de la madera que se correspondía con Al. El empalagoso hedor a ámbar quemado estuvo a punto de conseguir que me asfixiara. Con los ojos llorosos, busqué a tientas el cuchillo ceremonial. Casi había terminado. Tenía que reconocer que, como maldición, no era especialmente difícil. La parte más complicada había sido conseguir las muestras. Y la mía, la tenía allí mismo.

 

Bajo la atenta mirada de Trent, que me observaba desde la parte posterior, me pinché el dedo índice. El corazón me dio un vuelco ante la repentina sacudida y presioné con fuerza para dejar caer tres gotas de sangre que fueron a parar en mi extremo de la madera. Mis temblores aumentaron cuando me saqué una gota más y embadurné con ella la vela roja. La maldición estaba hecha, excepto por la invocación. No había entrado en contacto con ninguna línea. La energía provendría del huso que custodiaba en mi chi. Eché un vistazo al reloj, y luego a Trent.

 

Tenía que hacerlo. No me gustaba nada, pero el resto de opciones aún me gustaban menos. Inspirando profundamente, cerré los ojos.

 

—Evulgo —susurré para iniciarlo.

 

Había utilizado aquella palabra en otras ocasiones. Tuve la impresión de que servía para que la maldición quedara registrada, una percepción que se consolidó cuando una oleada de desconexión cayó en cascada sobre mí y me sentí como si estuviera en una habitación con cientos de personas que hablaban todas a la vez ignorándose las unas a las otras. El corazón me latía con fuerza. Podía percibir cómo la maldición adquiría fuerza en mi interior, abriéndose paso a través de mi ADN, convirtiéndose en mí, palpitando con la fuerza de un corazón que no se puede oír. Mareada, abrí los ojos.

 

Trent se encontraba de pie junto a mí, observándome desde arriba. Estaba rodeado de un débil resplandor amarillento. Entonces me miré las manos, y por primera vez fui capaz de verme el aura sin necesidad del espejo adivinatorio. Era dorada, hermosa y pura. Impoluta. Estuve a punto de echarme a llorar. Me hubiera gustado que aquello durara, pero sabía que se debía únicamente a que las cosas estaban mutando.

 

—?Te encuentras bien? —me preguntó. Yo asentí con la cabeza. Tenía que acabar con aquello antes de que me invadiera el pánico y acabara rajándome.

 

Con la boca seca, giré el trozo de madera dibujando un ángulo de ciento ochenta grados para desplazar su muestra a mi bucle y viceversa.

 

—Omnia mutantur—susurré, invocando la maldición.

 

Todo cambia, repetí para mis adentros. Entonces di un salto cuando sentí como si me estuvieran arrancando la piel a tiras. Me temblaban las manos y, cuando alcé la vista, descubrí que mi aura había desaparecido. Simplemente… ya no estaba.

 

—No tenía elección —dije a Trent a modo de explicación, o quizá de dis-culpa. Justo en aquel momento sentí que se me encogían las tripas y empecé a tambalearme.

 

El dolor se clavó en lo más profundo e intenté alejarlo con todas mis fuerzas, aterrorizada. Hecha un ovillo, golpeé la maldición con el pie desparramándolo todo y sintiendo el olor de la vela al apagarse.

 

—?Jenks! —gritó Trent—. ?Algo va mal!

 

No podía respirar. Agachada, intenté abrir los ojos. Mi rostro reposaba sobre la deteriorada alfombra, y solté un gru?ido mientras intentaba recuperar el control. Sentía como si la cabeza se me estuviera partiendo en dos, e intenté separar los párpados. Aquello empeoró las cosas. El desequilibrio era lo más potente que había sentido jamás.

 

—?Rachel! ?Estás bien? —preguntó Jenks revoloteando por encima de la alfombra a pocos centímetros de mí.

 

Conseguí llenarme los pulmones de aire justo antes de que el dolor me golpeara de nuevo. No quería hacerlo, pero si no conseguía apoderarme del desequilibrio, acabaría matándome.

 

—?Sujétala! —gritó Jenks—. ?Maldita sea! ?Yo no puedo ayudarla! ?Sujétala antes de que se haga da?o a sí misma! —le ordenó. Los brazos de Trent me rodearon para evitar que cayera rodando por las escaleras, y yo me puse a sollozar.

 

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