Fuera de la ley

Con la mano en el costado y la mente en el agua y las barritas energéticas que Ivy me había metido en la bolsa, me dejé caer junto a él sobre la fría roca, feliz de tener algo sólido en lo que apoyarme. Llevaba luchando contra la sensación de que alguien nos observaba desde que habíamos penetrado en el bosque. El sonido de la cremallera de mi bolsa dio un toque de normalidad sobre la rojiza existencia que nos rodeaba, con su viento grasiento y sus plomizas nubes.

 

Trent me tendió la mano para pedirme la linterna y yo se la entregué. Luego se giró para estudiar el mapa y yo escruté el terreno que habíamos dejado atrás y vislumbré fugazmente la retorcida silueta de una figura de apariencia vagamente humana en el lecho del lago seco. La mano ahuecada de Trent ocultaba la mayor parte de la luz y su dedo te?ido de rojo trazaba el trayecto que probablemente debíamos seguir para llegar hasta el lugar en el que, según Ceri, los demonios tenían el acceso a su base de datos. No entendía por qué no se encontraba en la ciudad, pero ella había dicho que lo habían puesto en terreno consagrado para evitar que los demonios o sus familiares pudieran alterarlos.

 

El mapa que había garabateado Ceri me resultaba inquietantemente familiar, tenía una línea ondulante que indicaba el río seco y marcas que mostraban el lugar donde viejos puentes cruzaban. Se parecía a Cincy y los Hollows. ?Por qué no? Ambos lados de la realidad tenían un círculo en Fountain Square.

 

En ese momento me di la vuelta y me puse a hurgar en el macuto.

 

—?Te apetece beber algo? —pregunté en voz baja sacando una botella.

 

Trent asintió con la cabeza y le pasé una. El crujido del tapón al abrirse me atravesó como un disparo, y él se quedó inmóvil hasta que estuvo seguro de que el viento seguía soplando y que el silencio seguía reinando. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, me percaté de que parecían de color negro por efecto de la luz rojiza.

 

—?A que no adivinas lo que hay en el trozo de terreno consagrado en el que guardan las muestras? —dijo dando unos suaves golpecitos en el lugar en el que Ceri había dibujado una estrella.

 

Eché un vistazo al mapa y, a continuación, miré por encima de su hombro hacia las ruinas en las que todavía teníamos que aventurarnos. No muy lejos de donde nos encontrábamos, iluminados por la tenue luz de la luna que empezaba a elevarse, se divisaban los extremos apuntados de unas torres. Unos extremos que me resultaban tremendamente familiares.

 

—No… —Me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja—. ?La basílica?

 

El viento agitó los bordes del mapa y Trent bebió un trago de agua que hizo que se le moviera la garganta.

 

—?Qué otra cosa podría ser? —dijo mientras introducía la botella vacía en su mochila. El sonido de una roca desprendiéndose hizo que se irguiera sobre-saltado y que yo sintiera que el corazón iba a salírseme del pecho.

 

Trent apagó su ?linterna especial?, pero aun así, a apenas treinta metros, pudimos distinguir una silueta retorcida y encorvada que nos miraba con los brazos caídos. Iba calzado y llevaba unas polainas que le cubrían las delgadas espinillas y una capa hasta los codos que ondeaba al viento. En ese momento giró su cabeza descubierta hacia el este como si intentara oír algo y después se volvió hacia nosotros. ?Esperando? ?Analizándonos? ?In-tentando averiguar si éramos enemigos o si, por el contrario, le podíamos servir de alimento?

 

Un escalofrío, que nada tenía que ver con el constante descenso de la tem-peratura, me recorrió el cuerpo de arriba abajo.

 

—Guarda el mapa —susurré poniéndome en pie con sumo cuidado—. Te-nemos que irnos.

 

Gracias a Dios, no nos siguió.

 

En esta ocasión fui yo la que tomó la delantera. La tensión hizo que me des-plazara por las ruinas con asombrosa fluidez. Trent, por el contrario, se quedó rezagado y, tras tropezar con una roca suelta, lo escuché soltar una palabrota por haber resbalado al intentar seguirme el paso. Aunque no vimos ningún otro demonio de superficie, sabía que estaban allí porque, de vez en cuando, se oía el ruido de alguna que otra roca deslizándose. No me pregunté por qué me resultaba más sencillo orientarme por las sombras más intensas, que la roja luz de la luna proyectaba sobre las ruinas, que por la depresión natural de árboles y hierba. Lo único que sabía es que habían advertido nuestra presencia y que no estaba dispuesta a quedarme allí.

 

Kim Harrison's books