—Tenías que hacer sonar la campana, ?verdad? —le pregunté tirando de él para que se pusiera a la sombra—. Tenías que hacer sonar la maldita campana —repetí sintiendo un escalofrío bajo el abrigo prestado de David.
él sacudió la cabeza con desprecio.
—Relájate —se le oyó decir por encima del crujido del mapa al cerrarlo—. No puedes dejarte amedrentar por un poco de viento.
Pero no podía relajarme. La luna no saldría hasta, por lo menos, la medianoche, pero el horrible resplandor del cielo hacía que todo tuviera el aspecto de una noche de cuarto creciente. En ese momento me quedé mirando hacia el lugar en el que el brillo era más intenso, y decidí que se encontraba al norte. Luego me vino a la memoria el mapa de Ceri y giré un poco hacia el este.
—Por ahí —le indique metiéndome su linterna en el bolsillo—. Ya miraremos el mapa cuando encontremos algún edificio derruido en el que resguardarnos del resplandor.
Trent se guardó el trozo de papel y se ajustó la mochila a los hombros. Yo me pasé la bolsa al otro brazo y me puse en marcha, contenta de que, por fin, echáramos a andar, aunque solo fuera para entrar en calor. La hierba ocultaba los obstáculos más bajos, y antes de que hubiéramos recorrido diez metros, ya había tropezado en tres ocasiones.
—?Qué tal andas de visión nocturna? —me preguntó Trent cuando encon-tramos una franja relativamente llana que se extendía de este a oeste.
—No muy mal —respondí escondiendo las manos en las mangas y pensando que debería haberme traído unos guantes.
Trent se colocó delante de mí. Aparentemente, seguía sin tener frío, y la gorra hacía que su silueta tuviera un aspecto radicalmente diferente.
—?Y te ves capaz de correr?
Yo me pasé la lengua por los labios pensando en la irregularidad del terreno. Me hubiera gustado responder ?Mejor que tú? pero, reprimiendo mi irritación, respondí:
—Sin romperme nada, no.
El resplandor rojizo de las nubes iluminó su entrecejo, ligeramente fruncido.
—Entonces seguiremos caminando hasta que salga la luna.
A continuación me dio la espalda y echó a andar a paso ligero, obligándome a dar un salto para adaptarme a su ritmo.
—Entonces seguiremos caminando hasta que salga la luna —me burlé en voz baja pensando que el se?or Elfo no tenía ni idea de los peligros a los que nos enfrentábamos. No veía la hora de que se topara con su primer demonio de superficie. Estaba segura de que escondería su esquelético culo detrás del mío, y que se quedaría en el lugar que le correspondía. Hasta entonces, dejaría que fuera él el que se enfrentara a los posibles agujeros en la hierba y, con un poco de suerte, tal vez se torcía un tobillo.
El viento nos empujaba sin descanso y hacía que me dolieran los oídos. Poco a poco mi cabeza se fue inclinando hacia delante, hasta que tuve que esforzarme por mirar de frente e intentar ver lo que había más allá de la sombra de Trent Este avanzaba como si fuera un espectro, siguiendo un ritmo constante y algo superior al que estaba acostumbrada, abriéndose paso casi sin esfuerzo a tra-vés de la hierba, que prácticamente nos llegaba hasta la cintura. Lentamente, empecé a entrar en calor y, sin dejar de mirarlo, me pregunté si había sido una buena idea traerme la gabardina de David. Aunque me protegía las piernas del dolor seco del viento arenoso, el roce con la hierba producía un frufrú que me estaba poniendo de los nervios. El mono de Trent, sin embargo, apenas la tocaba.
La situación no mejoró gran cosa cuando dejamos atrás la hierba y nos aden-tramos en un frondoso bosque cuyas retorcidas ramas formaban una especie de dosel sobre nuestras cabezas. La maleza se redujo a algunos matorrales aquí y allá, pero teníamos que enfrentarnos a las prominentes raíces de los árboles. Pasamos por lo que antiguamente debió de ser un lago, y que en ese momento estaba cubierto por una espesa zarza cuyas espinas invadían la orilla del bosque como si fueran olas.
Finalmente, cuando los árboles dieron paso a algunos fragmentos de hor-migón y a ciertas zonas aisladas de hierba espesa, le pedí a Trent que nos detuviéramos. él aminoró su ritmo implacable y se giró. Sin aliento, y con el frío viento azotándome el rostro, le indiqué lo que parecían las ruinas de un paso elevado. Sin decir ni una palabra, se dirigió a la concavidad rocosa que había debajo.