Fuera de la ley

 

Temblando, busqué a tientas la cremallera de la bolsa de tela para sacar el mapa y poder orientarme. Hacía frío, y cuando el viento ácido me apartó el pelo de la cara, me bajé la gorra y escruté la imagen de un oscuro páramo iluminado tan solo por un cielo rojizo. No me hubiera sorprendido ver las ruinas de mi iglesia, pero allí no había nada, tan solo un pu?ado de árboles raquíticos y arbustos contrahechos que se alzaban entre los montículos de hierba seca. En el lugar donde debía encontrarse Cincy, se divisaba una bruma carmesí que provenía de la parte inferior de las nubes, pero allí, a aquel lado del río seco, predominaba una funesta vegetación.

 

Trent se limpió la boca con un pa?uelo y lo escondió bajo una roca. La luz rojiza hacía que sus ojos parecieran negros, y no era difícil adivinar que no le gustaba el empuje del viento. No obstante, no parecía tener frío. El muy cabrón nunca tenía frío, y aquello estaba empezando a fastidiarme.

 

Entrecerrando los ojos, me metí un mechón de pelo detrás de la oreja y me concentré en el mapa. El aire apestaba y el olor a ámbar quemado se me pegaba a la garganta. A Trent le dio tos, pero rápidamente intentó sofocarla. La gabardina de David se me pegaba a los tobillos y me alegré de haberla traído para poder tener algo que se interpusiera entre mi cuerpo y aquel aire grasiento. Estaba oscuro, pero las nubes que reflejaban la luz de la distante ciudad derruida le confería al paisaje un aspecto enfermizo, como el del cuarto oscuro de un fotógrafo.

 

Con los brazos rodeándome el estómago, seguí la mirada de Trent hacia la distorsionada vegetación intentando decidir si las rocas que se escondían entre la maleza eran tumbas. En medio de los árboles había un gran montón de rocas derruidas. Con mucha imaginación, podría haberse tratado del ángel arrodillado.

 

Trent bajó la vista y se quedó mirando un débil destello metálico a sus pies. Agachándose para verlo mejor, apretó con el pulgar el interruptor de una peque?a linterna con forma de bolígrafo. Irradiaba un tenue brillo rojo y, tras estremecerme ante la reveladora luz, me incliné de manera que nuestras cabe-zas estuvieron a punto de tocarse. Entre la hierba aplastada había una diminuta campana, ennegrecida por la falta de lustre. No era lisa, sino que presentaba una serie de bucles decorativos que se asemejaban a un nudo celta. Trent alargó la mano para tocarla, y yo, movida por una oleada de adrenalina, le di un empujón.

 

—?Qué demonios haces? —le recriminé entre dientes cuando me miró, de-seando haberle empujado con la fuerza suficiente para que se cayera de culo—. ?Acaso no ves la televisión? ?Si te encuentras un objeto brillante en el suelo, no debes tocarlo! Si lo coges, liberarás al monstruo, o te colarás en una trampa, o algo parecido. ?Y qué me dices de la luz? ?Quieres que todos los demonios de este lado de las líneas descubran dónde estamos? ?Dios! ?Debería haberme traído a Ivy!

 

La expresión enfadada de Trent dio paso a una mirada de sorpresa.

 

—?Has visto la luz? —preguntó. Yo se la arrebaté y la apagué.

 

—?Tú que crees? —pregunté en un susurro.

 

—Emite una longitud de onda imperceptible para los humanos —dijo recu-perándola de un tirón—. No sabía que los brujos pudieran verla.

 

Yo me eché atrás, ligeramente aplacada.

 

—Pues ya ves que sí. No la uses.

 

Seguidamente me puse en pie y observé con incredulidad que volvía a encenderla y cogía la campana con actitud desafiante. Esta emitió un leve tintineo y, tras retirarle la capa de suciedad, la agitó de nuevo. No podía creer lo que estaba haciendo. Poniéndome una mano en la cadera, me quedé mirando el resplandor rojo que se cernía sobre la ciudad en ruinas que se encontraba a varios kilómetros de distancia. Esta vez se oyó un sonido amortiguado, y Trent se la metió en un peque?o bolsillo del cinturón.

 

—Jodido turista —susurré. A continuación, alzando la voz, a?adí—: Ahora que ya tienes el suvenir, será mejor que nos vayamos.

 

Nerviosamente, me acerqué a uno de los árboles retorcidos y me situé bajo la oscuridad, aún más intensa. No tenía hojas, y parecía que el frío y enérgico viento lo hubiera despojado de cualquier rastro de vida.

 

En vez de continuar, Trent se sacó un papel del bolsillo trasero. Una vez más, sacó la linterna y enfocó un mapa. El reflejo de la luz roja iluminó su rostro, y yo volví a arrebatársela furiosa.

 

—?Quieres que nos descubran? —susurré—. Si yo la veo, y tú también, ?qué te hace pensar que los demonios no?

 

La silueta de Trent adoptó una actitud agresiva, pero cuando el crujido de algo peque?o atravesando la hierba a toda prisa se elevó por encima del susurro del viento en los árboles, cerró la boca.

 

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