Ninguna de las dos opciones me hacía sentirme bien. Especialmente si tenía en cuenta que mi padre llevaba muerto muchos a?os, de manera que el hombre que había dejado embarazada a mi madre había tenido tiempo de sobra para darse a conocer, si hubiera querido. O tal vez se trató de un rollo de una noche y no le importaba lo más mínimo. Es posible que ni siquiera lo supiera. Quizá mi madre solo quería olvidarlo todo.
Los ni?os de la parada del autobús se habían dado cuenta de que iba descalza, y yo ignoré sus gritos mientras recorría el camino encorvada y de puntillas. Entonces recordé la época en que yo misma esperaba en la parada y cogía el mismo autobús del que bajaban los ni?os humanos. Nunca entendí por qué mi madre había insistido en que viviéramos en un barrio en el que la mayoría de los vecinos eran humanos. Tal vez se debía a que mi padre lo era, y nadie se habría dado cuenta de que no era un brujo.
Al llegar al porche tenía los dedos congelados por culpa de la escarcha. Empe-zando a temblar, llamé al timbre y me quedé escuchando el sonido. Después de un rato, miré a mi alrededor y volví a llamar. Tenía que estar en casa. El coche estaba aparcado fuera, y joder, ?eran las siete de la ma?ana!
En aquel momento me di cuenta de que todos los ni?os de la parada me estaban mirando.
—?Eh! Es la hija pirada de la loca se?ora Morgan —murmuré apartando la baldosa suelta para coger la llave de repuesto—. ?Y va descalza! Desde luego, está como un cencerro.
No obstante, la llave no estaba echada, y con una creciente sensación de que algo no iba bien, me metí la llave en el bolsillo y entré.
—?Mamá? —la llamé sintiendo en las mejillas el calor del hogar.
Me extra?ó que no respondiera y arrugué la nariz. La casa despedía un olor extra?o, como a metal quemado.
—?Mamá! ?Soy yo! —dije alzando la voz y cerrando la puerta con fuer-za—. Siento mucho volver a despertarte tan temprano, pero tengo que hablar contigo. —Entonces eché un vistazo al salón vacío. ?Dios! No se oía ni una mosca—. ?Mamá?
De pronto me relajé al oír el sonido familiar que hacían las páginas de plástico del álbum de fotos al despegarlas.
—?Oh, mamá! —dije quedamente mientras me ponía en marcha—. ?Has vuelto a pasar la noche mirando fotos?
Preocupada, entré en la cocina. Los calcetines mojados chirriaban en con-tacto con el linóleo. Mi madre estaba sentada a la mesa, vestida con unos vaqueros y una camiseta azul y sujetando una taza de café vacía. Tenía el pelo revuelto, y el álbum estaba abierto por una de las páginas de nues-tras vacaciones, en la que se veían narices quemadas por el sol y sonrisas cansadas. No levantó la vista cuando entré, y al ver que uno de los fuegos estaba encendido al máximo, corrí a apagarlo. Fue entonces cuando pisé un amuleto que estaba en mitad de la habitación.
—?Santo Dios, mamá! —dije girando la manivela del hornillo y sin-tiendo el calor que emitía la parrilla de metal—. ?Cuánto tiempo lleva encendido? —?Maldición! Estaba al rojo vivo. Aquello explicaba el olor a metal quemado.
Mi madre no respondió, y yo fruncí el ce?o preocupada cuando descubrí la cafetera de filtro que nunca usábamos junto al fregadero. Era una de esas cafeteras antiguas que se ponían al fuego y mi padre no bebía café a no ser que lo preparáramos con aquel cacharro. También había una bolsa de café en grano abierta y un motón de filtros desperdigados por la encimera.
?Mierda! Había estado hurgando en los recuerdos una vez más.
Dejé caer los hombros y, tras recoger el amuleto, lo puse encima de la mesa.
—Mamá —dije poniéndole la mano en el hombro para que volviera a la realidad—. Mamá. Mírame.
Ella me sonrió con los ojos inyectados de sangre y el rostro lleno de manchas rosadas por culpa del llanto.
—Buenos días, Rachel —respondió con indiferencia. Yo sentí un escalofrío al ver lo poco que concordaban su voz y su aspecto—. Todavía es pronto para ir al colegio. ?Por qué no vuelves un rato a la cama?
Mierda. Esto no pinta nada bien. Será mejor que llame al médico, pensé. Entonces inspiré profundamente y descubrí un olor que había quedado oculto por el hedor a metal chamuscado. Con expresión gélida busqué su mirada vacía. Allí olía a ámbar quemado.
Angustiada, me acerqué al amuleto, lo agarré y cogí una silla para sentarme cara a cara frente a ella. Al no se había presentado en toda la noche pero ?y si Tom lo había enviado…?
—Mamá —le pregunté buscándole los ojos—, ?te encuentras bien? —Ella se limitó a parpadear y yo, cada vez más asustada, la sacudí suavemente—. ?Mamá! ?Ha estado Al aquí? ?Era un demonio?
Ella tomó aire como para decir algo, pero luego bajó la mirada hacia el álbum y pasó una de las páginas.
El miedo se apoderó de mí, haciendo que todo mi cuerpo se pusiera en ten-sión. Tom no se arriesgaría a mandarme a Al, sabiendo que podía cercarlo y enviárselo de vuelta, así que se lo había mandado a mi madre. Lo mataré. En cuanto le eche el guante, acabaré con él.
—Mamá —dije apartando el álbum a un lado y cerrándolo—. ?Al ha estado aquí? ?Te ha hecho da?o?
Mi madre me miró a los ojos y, por un momento, pareció recobrar el sentido.