Fuera de la ley

Con un solo propósito en mente, me dirigí a la cocina. Mi coche estaba en el garaje, y aunque me había dejado el bolso y la cartera en el piso de arriba, lo más probable es que las llaves siguieran en el contacto. No podía subir a la habitación, donde todos exultaban de alegría. No en el estado en que me encontraba: confusa, aturdida y después de haber sufrido una semejante bofetada por parte de Trent. Además, estaba furiosa conmigo misma por no haberme dado cuenta antes. Me sentía una imbécil. Lo había tenido delante de mis narices durante a?os y no había sido capaz de comprenderlo.

 

Al entrar en la cocina todo se volvió borroso. Apenas había luz y los hornos estaban apagados. Empujé con fuerza la pesada puerta de la entrada de servicio y el metal golpeó la pared con un estruendo. Al verme, dos tipos vestidos de esmoquin se levantaron de un salto del bordillo. Yo los ignoré y me adentré a toda prisa en el aparcamiento subterráneo buscando mi coche. El frío del suelo pavimentado me atravesó los calcetines helándome los pies.

 

—?Se?orita! —gritó uno de ellos—. ?Espere un momento! ?Tengo que hablar con usted!

 

—Que te den —respondí entre dientes justo antes de divisar el coche de Trent. El mío no aparecía por ninguna parte. No tenía tiempo para tonterías. Cogeré el suyo, me dije a mi misma echando a correr hacia él.

 

—?Se?orita! —intentó de nuevo dando un chillido—. ?Vuelva aquí! Necesito que me diga su nombre y me ense?e su acreditación.

 

?Acreditación? ?A la mierda con su jodida acreditación! A continuación tiré con fuerza de la manivela y descubrí aliviada que las llaves estaban puestas.

 

—?Se?orita! —se le oyó gritar en tono amenazante—. No puedo dejar que se marche sin saber quién es.

 

—?Eso es lo que estoy tratando de averiguar! —le grité. En aquel momento me maldije a mí misma al darme cuenta de que estaba llorando. ?Mierda! ?Qué co?o me estaba pasando? Sin poder dar crédito al profundo malestar que me afligía, me dejé caer sobre la suave piel del asiento del conductor. El motor se puso en marcha emitiendo un suave rumor soporífero: una mezcla de gasolina y pistones que evidenciaba que se trataba de una máquina perfecta.

 

Tras cerrar la puerta de golpe, me puse en marcha pisando a fondo el ace-lerador. Los neumáticos chirriaron, mientras yo me inclinaba hacia delante y tomaba la curva a demasiada velocidad. Si querían saber quién era, que le preguntaran a Trent.

 

Sorbiéndome la nariz, miré hacia atrás. El tipo más alto había sacado la pistola, pero apuntaba hacia el suelo mientras el segundo agente le transmitía órdenes desde la carretera de doble sentido. Una de dos, o Trent les había dicho que me dejaran ir, o iban a detenerme al llegar a la puerta principal.

 

Subí la rampa a toda velocidad, y la parte inferior del vehículo ara?ó el suelo mientras yo salía a la luz de un bote. En aquel momento solté un hipido y me sequé las lágrimas. No tomé la curva como es debido y sentí un momento de pánico cuando me salí de la calzada y me llevé por delante la se?al de ?prohi-bido el paso?.

 

Pero ya estaba fuera. Tenía que hablar con mi madre, y se necesitaría mucho más que dos guardias de seguridad vestidos de esmoquin para detenerme. ?Por qué no me lo había dicho?, me pregunté con las manos sudorosas y un nudo en el estómago. ?Qué razones podía tener la pirada de mi madre para no contármelo?

 

Los neumáticos volvieron a chirriar cuando tomé la siguiente curva, y una vez en la carretera que conducía a la salida, empecé a sentir miedo. ?No me lo había dicho porque estaba un poco loca, o estaba un poco loca porque le daba miedo decírmelo?

 

 

 

 

 

22.

 

 

El ruido sordo de la puerta del coche de Trent al cerrarse rompió la quietud oto?al, y los ni?os humanos que esperaban el autobús en la esquina se giraron brevemente antes de retomar sus conversaciones. Alguien había embadurnado de tomate la se?al de tráfico, e intentaban mantenerse a cierta distancia. Con los brazos cruzados para protegerme del frío, me aparté el pelo de la cara y me dirigí al sendero de entrada de casa de mi madre.

 

El frío del suelo empedrado me atravesó los calcetines y me recorrió todo el cuerpo. Conducir sin zapatos había sido extra?o, como si el pedal fuera demasiado peque?o. El tiempo que había tardado en llegar hasta allí también había ayudado a calmarme, y las alusiones de Trent a la pena, la culpa y la vergüenza me recordaron que yo no era la única persona a la que afectaba aquel hecho. A decir verdad, era algo así como el último eslabón del drama, el caballo perdedor, un da?o colateral. O bien era la vergonzosa consecuen-cia de un error, o el resultado de una acción deliberada cuyo origen habían intentado ocultar.

 

Kim Harrison's books