Fuera de la ley

Me dolía el estómago, y los ojos se abrieron. Estaba segura de que Quen me odiaría. Había dicho algunas cosas… El odio había conseguido mantenerlo con vida. No me extra?aba que no hubiera querido que Trent se quedara en la habitación. Quen tenía razones más que de sobra para odiarme, pero, de algún modo… no creí que fuera a hacerlo. No era tonto. Si realmente lo hubiera odiado y hubiera dicho todo aquello en serio, me hubiera largado dejándole dormir.

 

Intentando enfocar la vista, me quedé mirando el azul pálido de la ma?ana oto?al a través del entramado de ramas secas que tenía sobre mi cabeza. A pesar de que Quen había sufrido y ganado, yo todavía sentía un dolor en mi interior, agudizado por el extremo agotamiento, tanto físico como mental. Mi padre había muerto del mismo modo cuando yo tenía trece a?os, y me di cuenta de que el rescoldo de rabia que crecía en mí se debía al hecho de que mi padre se hubiera dado por vencido, mientras que Quen no lo había hecho. Pero enton-ces el resentimiento se transformó en culpa. Había intentado mantener a mi padre con vida y había fracasado. ?Qué tipo de hija consigue sacar adelante a un extra?o y se demuestra incapaz de salvar a su propio padre?

 

Ver a Quen luchando con todas sus fuerzas había hecho aflorar hasta el detalle más insignificante de las últimas horas de mi padre. El mismo dolor, la misma respiración afanosa… todo.

 

Entonces parpadeé y, de repente, las ramas de los árboles me devolvieron una idea cristalina. Mi padre murió exactamente de la misma manera. Yo lo vi.

 

Caminando por la tosca piedra con los pies descalzos, atravesé la puerta y regresé a la oscura habitación. Quen había dicho que, independientemente de si salía adelante o no, lo realmente importante era que yo descubriera la verdad, y que tenía que mirar más allá. No iba a faltar a su palabra revelándome lo que mató a mi padre, pero me había obligado a soportar todo aquello con él para mostrarme la conexión.

 

Mi rostro se quedó lívido, y el frío se volvió más intenso. Sabía que la doctora Anders no había preparado lo que fuera que tomara Quen, pero habría apostado cualquier cosa a que había estado modificándolo para mejorar los efectos. Y mi padre murió a causa de una versión anterior del mismo compuesto.

 

Como en un sue?o, abandoné la luz matutina y me adentré de nuevo en la calidez protectora de la penumbra. Dejé la puerta abierta para que el subcons-ciente de Quen escuchara el canto de los pájaros y supiera que estaba vivo. Ya no me necesitaba, y había conseguido su propósito de mostrarme lo que Trent le había prohibido contarme.

 

—Gracias, Quen —le susurré cuando pasaba sin detenerme junto a la cama. Trent. ?Dónde demonios estaría? él tenía que saberlo. Su padre había muerto antes, de manera que tuvo que ser él quien tomara la decisión de administrarle lo que fuera que lo matara.

 

Tensa, abrí la puerta y oí el murmullo lejano de unas voces. La zona común estaba vacía, salvo por el interno, que dormía a pierna suelta en el sofá, roncando con la boca abierta. Todavía descalza, recorrí el pasillo en silencio y me asomé a la sala principal.

 

El reconfortante sonido de la conversación y los esporádicos golpes metáli-cos hicieron que dirigiera la atención hacia el escenario. Tan solo quedaban los empleados de mantenimiento que supuestamente debían terminar de recoger el material, aunque, más que trabajar, se dedicaban a charlar animadamente. Los rayos del sol iluminaban los restos de la fiesta, entre los que se encontraban cristales rotos, platos llenos de migas, servilletas de papel usadas y adornos en tonos negros y naranjas. Habían retirado el panel de la ventana, que relucía débilmente, y justo allí, en la esquina del fondo, descubrí a Trent.

 

Estaba despierto, sentado en silencio, y todavía llevaba el traje holgado de la noche anterior. Entonces recordé que la butaca de cuero y la mesita redonda situadas cerca de la enorme chimenea constituían su rincón favorito de la casa, desde donde se divisaba la cascada que descendía desde los despe?aderos que rodeaban la zona de la piscina. A pesar de que el resto de la sala era un caos, aquel peque?o rincón de apenas dos metros cuadrados estaba impecable. En la mesa reposaba una taza humeante de alguna bebida caliente.

 

Yo sentí una fuerte presión en el pecho y, tras agarrarme a la barandilla, descendí rápidamente las escaleras decidida a averiguar lo que había matado a mi padre… y por qué.

 

—Trent.

 

El elfo dio un respingo, y apartó la vista de las suaves ondas de la superficie de la piscina. Yo me abrí paso por entre los sofás y las sillas ignorando el olor a alcohol derramado y a canapés aplastados en la moqueta. Trent se irguió, alarmado. Casi asustado. Pero no tenía miedo de mí. Tenía miedo de lo que pudiera decirle.

 

Casi sin aliento, me detuve delante de él. Su rostro no mostraba ninguna emoción, pero en los ojos se adivinaba la angustia que le producía la horrible pregunta. Con el corazón a mil, me sujeté un mechón de pelo detrás de la oreja y me quité la mano de la cadera.

 

—?Qué le diste a mi padre? —le espeté. Al oír mi voz tuve la sensación de que proviniera de algún lugar fuera de mi cabeza—. Quiero saber de qué murió.

 

—?Disculpa?

 

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