Fuera de la ley

Sin embargo, me quedé con la mano estirada y a punto de echarme a llorar cuando vi su pecho subiendo y bajando con un movimiento acompasado. En-tonces me dejé caer sobre el respaldo del sillón de cuero y me quedé mirando la amplia puerta corrediza que daba al patio. El musgo y las piedras, cubiertos por una especie de neblina por efecto de la luz del sol, se volvieron borrosos. ?Maldita sea! Había amanecido, lo que significaba que iba a conseguirlo. Me había jugado el culo por ese once por ciento, y lo había conseguido. Si había cruzado aquella barrera, el cincuenta por ciento no era nada. Su respiración vibraba suavemente, y las sábanas estaban empapadas de sudor. Tenía el pelo pegado al cráneo y, a pesar del suero, parecía deshidratado, y la piel blanca y las típicas arrugas del estrés le hacían parecer mayor. Pero estaba vivo.

 

—Espero que haya merecido la pena, Quen —susurré sin saber aún por qué lo había hecho y la razón por la que Trent me creía responsable. Revolví en mi bolso en busca de un pa?uelo de papel, y me vi obligada a utilizar uno bastante asqueroso que estaba cubierto de pelusa. Trent no había dado se?ales de vida, y esperaba que se encontrara bien. No se oía ni una mosca por ninguna parte. El golpeteo de la música había desaparecido, y pude sentir la paz que se había apoderado del complejo de Trent. Por la luz que entraba desde el patio, imaginé que hacía poco que había amanecido. Tenía que dejar de despertarme a aquella hora. Era una auténtica locura.

 

Tras arrojar el pa?uelo a la papelera, aparté el sillón de la cama de Quen con sumo cuidado. El suave sonido de las patas golpeando mis zapatos, que estaban tirados por el suelo, me pareció demasiado alto, pero Quen ni se inmutó. Aquella noche había sido un doloroso suplicio.

 

Tenía frío y, con los brazos cruzados, abandoné tambaleándome el nivel inferior y me dirigí hacia la luz. El exterior me estaba llamando y, tras echar un último vistazo a Quen para asegurarme de que seguía respirando, quité con cuidado el pestillo de la puerta del patio, y la descorrí provocando un silbido.

 

El canto de los pájaros y el intenso frío de la escarcha se introdujeron poco a poco en la estancia. El aire limpio de la ma?ana me llenó los pulmones, lim-piándolos en un instante del calor y la oscuridad de la noche anterior. Tras mirar atrás un segundo, salí al exterior y me tuve que detener de repente cuando me topé con el suave tacto pegajoso de una tela de ara?a. Con expresión de desagrado, agité los brazos para limpiar la entrada del delicado, pero efectivo, elemento disuasorio para espantar hadas y pixies.

 

—?Qué asco! —mascullé intentando quitarme los restos que me habían quedado en el pelo. Trent tenía que librarse de aquella paranoia con respecto a los pixies y reconocer que sentía por ellos una inquietante atracción, como todos los elfos de sangre pura que conocía. En realidad le gustaban los pixies, de la misma manera que a mí me gustaba el doble helado crujiente de vainilla, solo que yo no evitaba enfrentarme a él cuando iba al supermercado. En ese momento me vino a la cabeza Bis, la gárgola del campanario, y el hecho de que, al tocarla, hubiera podido oír y sentir las líneas luminosas de la ciudad. No, aquello no era lo mismo. Ni mucho menos.

 

Con los brazos cruzados para protegerme del frío, observé como el vaho que salía de mi boca subía en dirección al sol. La luz era tenue y el cielo estaba transparente. De algún lugar me llegó olor a café y yo me froté alegremente las heridas de mi cuello que, poco a poco, empezaban a cicatrizar. Luego bajé la mano, inspiré profundamente y presioné con los pies las rugosas baldosas de piedra que revestían el suelo del patio. La humedad empapó mis calcetines, pero no me importó. La noche anterior había sido horrible, como una especie de pesadilla y tortura.

 

Para ser sincera, nunca pensé que Quen fuera a sobrevivir. De hecho, todavía me costaba creer que lo hubiera conseguido. Cuando, por tercera vez, la doctora Anders volvió a meter las narices donde no la llamaban, tuve que arrastrarla hasta la puerta retorciéndole el brazo y amenazarla con que, si volvía a hacerlo, le habría arrancado uno a uno todos los dedos de los pies y se los habría metido por el culo. Aquello había servido de estímulo a Quen y, durante la media hora siguiente, había luchado con todas sus fuerzas. Después, las cosas se pusieron realmente feas.

 

En ese momento cerré los ojos y sentí un picor en la nariz y me di cuenta de que empezaban a aflorarme las lágrimas. Jamás había visto a nadie sufrir tanto y durante tanto tiempo, y no creía que fuera posible soportar tanto. No quería rendirse, pero el dolor y la fatiga habían sido enormes… Había tenido que acosarlo, humillarlo y presionarlo hasta la extenuación. Había intentado cualquier cosa con tal de mantenerlo con vida, y lo había torturado a pesar de que los músculos le dolían y de que cada una de sus respiraciones me desgarraba el alma del mismo modo que desgarraba su cuerpo. Le recordé que tenía que respirar cuando se había olvidado o fingido que se olvidaba, y lo había deshonrado y faltado el respeto hasta que volvía a tomar aire. Y luego otra vez, y otra, y otra… soportando el tormento y rehuyendo la paz que la muerte le ofrecía.

 

Kim Harrison's books