Quen se había apropiado de algo, y lo más probable es que ese algo hubiera alterado su estructura genética, de lo contrario, habría estado en un hospital. Entonces sentí que el miedo se apoderaba de mí al pensar en las monstruosi-dades que se llevaban a cabo en los laboratorios de Trent, e incapaz de seguir esperando, me dirigí con paso firme y decidido hacia la puerta que había indicado la doctora Anders.
—Rachel, espera —dijo ella, como era de prever. Yo apreté la mandíbula, agarré la manivela de la puerta de Quen, y la abrí por completo. Del interior surgió una brisa algo más fresca y, en cierto modo, más ligera, acompa?ada de una reconfortante humedad. La habitación se encontraba a media luz, y el trozo de moqueta que pude ver era de color verde moteado.
La doctora Anders se acercó a mí, pero el volumen de la música impidió que se oyera el ruido de sus pasos. Entonces deseé que Jenks estuviera allí para que interfiriera.
—Rachel —me dijo esforzándose por utilizar su mejor tono de profesora—, tienes que esperar a que venga Trent.
Por desgracia para ella, le había perdido todo el respeto que le tuve en su momento, y sus palabras no significaron nada para mí.
Entonces me agarró el brazo y yo lo sacudí intentando no reaccionar vio-lentamente.
—Quítame la mano de encima —le susurré en tono amenazante.
El miedo hizo que sus pupilas se dilataran y, con el rostro repentinamente lívido, me soltó.
Desde el interior de la habitación se oyó una voz áspera que gritaba:
—?Morgan! Ya era hora.
Las palabras de Quen dieron paso a una tos espesa. Era horrible, como si alguien estuviera rasgando un trozo de tela húmedo. Había oído aquel ruido antes, y me provocó un escalofrío fruto de un recuerdo reprimido. ?Maldita sea! ?Qué demonios estoy haciendo aquí? Seguidamente respiré hondo intentando sofocar mi miedo.
—Disculpe —dije fríamente a la doctora Anders mientras entraba. Ella me siguió y cerró la puerta dejando fuera la mayor parte de la música. No me im-portó. ?Con tal de que me dejara en paz!
Al entrar en la habitación en penumbra, empecé a relajarme. La suite de Quen resultó ser un lugar muy agradable, con el techo bajo y decorada con colores intensos. Los escasos muebles se encontraban a una distancia consi-derable los unos de los otros, dejando un montón de espacio libre. Todo había sido dispuesto para la comodidad de una persona, no de dos. Me recordaba a un sagrario, y aquella sensación tranquilizó mis pensamientos y apaciguó mi alma. Había una puerta corredera de cristal que daba a un patio de piedra cubierto de musgo y, a diferencia del resto de las ventanas de la fortaleza de Trent, hubiera apostado lo que fuera a que se trataba de una ventana real y no de una imagen de vídeo.
La respiración de Quen me condujo a una estrecha cama que se encontraba en una parte de la amplia estancia que estaba en un nivel más bajo. él se me quedó mirando, y noté que se había dado cuenta de que me gustaba su habi-tación, se sentía agradecido.
—?Por qué has tardado tanto? —me preguntó pronunciando las palabras con cautela para no ponerse a toser—. Son casi las dos.
El pulso se me aceleró y me acerqué.
—Ahí abajo hay una fiesta —bromeé—, y ya sabes que no puedo resistir-me a las fiestas. él soltó una risotada y luego hizo un gesto de dolor, como si intentara mantener la respiración acompasada.
Me sentía terriblemente culpable. Trent decía que era culpa mía, mientras que la doctora Anders sostenía lo contrario. Escondiendo mi tensión tras una sonrisa fingida, bajé los tres escalones para acceder a la zona donde estaba Quen, y que hacía que estuviera por debajo del nivel del suelo. Me pregunté si se debía a cuestiones de seguridad, o era algo de los elfos. Había un cómodo sillón orejero de piel que sin duda habían llevado hasta allí desde otra parte dela casa, y una mesita auxiliar en la que había un diario con tipas de cuero sin nombre. Yo dejé el bolso en el sillón, pero no me pareció oportuno sentarme.
Quen se esforzó por no ponerse a toser, y yo aparté la mirada para que tuviera un poco de privacidad. A un lado había varios carritos similares a los de los hospitales y un soporte para la terapia intravenosa. El goteo ira la única cosa a la que estaba conectado, y yo agradecí no tener que soportar el desagradable pitido del monitor cardíaco.
Finalmente, la respiración de Quen se reguló. Tras reunir fuerzas, me senté indecisa en el borde del sillón dejando el bolso detrás de mí. La doctora Anders nos observaba desde la parte superior, no estaba dispuesta a romper la barrera psicológica de las escaleras y unirse a nosotros. Yo miré a Quen con solemni-dad, intentando evaluar los estragos que había dejado su lucha por sobrevivir.