Tras reponerme del brusco arranque, solté el embrague y nos pusimos en marcha. Las manos me temblaban, y me pregunté por qué me molestaba tanto que mostrara sus sentimientos con todo el mundo menos conmigo. Era incapaz de darme una muestra de afecto o de manifestarme ningún tipo de emoción genuina. No obstante, Eustace probablemente no lo había metido en la cárcel.
—Y ahora tuerce a la izquierda —me indicó—. Te acompa?aré arriba y a la parte trasera.
—Recuerdo muy bien cómo llegar —dije viendo a dos hombres que nos esperaban en la entrada de la cocina.
Trent echó un vistazo a su reloj.
—La forma más sencilla de llegar es atravesando la cocina y el bar. Si alguien me retuviera, vete al piso de arriba. Lo han acordonado, de manera que no debe-ría haber nadie. El personal te está esperando. Tienen órdenes de dejarte pasar.
—De acuerdo —respondí sintiendo que empezaban a sudarme las manos. Aquello no me gustaba un pelo. Me había preocupado la posibilidad de que Al pudiera arrasar un bar. ?Qué pasaría si se presentaba allí, entre los ciudadanos más influyentes de Cincy y sus huérfanos más desamparados? Me lincharían.
—Te agradecería que, antes de entrar a ver a Quen, me esperaras en la zona común del piso superior —dijo mientras yo me colocaba entre los dos tipos y metía el coche en la plaza de aparcamiento.
—Claro —le respondí incómoda—. ?Se curará?
—No.
Aquella escueta respuesta estaba cargada de significado, y dejaba entrever cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Estaba asustado, enfadado, frustrado… y creía que la culpa era solo mía.
La sombra de uno de los hombres que nos esperaban se abatió sobre el coche y yo me asusté cuando dio unos golpecitos en la ventana con expectación. Au-tomáticamente, las puertas se bloquearon, y yo busqué a tientas el botón para desconectar el sistema. Una vez lo hube apretado, un segundo hombre trajeado, cuyo atuendo parecía indicar a gritos que era un miembro de la seguridad, abrió la puerta de Trent.
El débil golpeteo de la música resonaba en las paredes del amplio garaje subterráneo y la oscuridad acrecentaba el penetrante olor a cemento húmedo y al gas de los tubos de escape. Habían abierto también mi puerta, y la nueva corriente de aire hizo que se me helaran los tobillos. Entonces alcé la vista, observé la expresión estoica del guardia de seguridad y, de repente, me sentí insegura. Me habían involucrado en una situación que se escapaba de mi control y eso me hacía sentir vulnerable de un modo que nunca había experimentado antes. Mierda.
—Gracias —le dije desabrochándome el cinturón de seguridad. A continua-ción salí del coche, cogí mi bolso y me aparté para que un hombre que había salido de la cocina se acomodara en mi asiento. Segundos más tarde se lo llevó conduciéndolo con una increíble soltura, lo que me hizo pensar que no le cau-saría ningún desperfecto. A partir de ese momento lo único que me separaba de Trent, que mantenía una profunda conversación con el segundo hombre, era un espacio vacío.
Una vez más le pillé en un momento de descuido, en el que la preocupación y el afecto que sentía por su ayudante hacían aflorar una profunda emoción que no había visto antes. Era evidente que estaba sufriendo. Y mucho.
Los dos hombres se dieron un apretón de manos y el guardia de segu-ridad dio un paso atrás como muestra de respeto. Trent, por su parte, echó a andar apresuradamente, poniéndome la mano en la parte inferior de la espalda para indicarme por dónde debíamos entrar. Los otros hombres se quedaron fuera.
Yo pasé primero y, tras recorrer el corto pasillo, accedimos a una concurrida y cálida cocina en la que el vapor y los aromas se mezclaban con un motón de voces con acentos exóticos, hablaban a todo volumen. En aquel lugar la música se oía mucho mejor, y estuve a punto de dar un traspié cuando reconocí una canción de Takata.
?Takata está aquí?, pensé complacida al recordar el autobús aparcado en el exterior. Entonces intenté sofocar mi entusiasmo. Había ido allí para ver a Quen, no para comportarme como una grupi desenfrenada.
El personal de la cocina no tardó en notar la presencia de Trent, y todos y cada uno de ellos lo miraron a los ojos con una complicidad que me llegó a lo más hondo, y ver lo mucho que lo apreciaban casi me puso furiosa. Inmediatamente intenté sofocar también aquel sentimiento. Nadie trató de detenernos, y hasta que no llegamos al extravagante bar situado justo debajo del segundo piso, no divisamos al primer invitado.
—Allá vamos, se?orita Morgan —dijo Trent adoptando la típica actitud profesional y cordial que se espera de un anfitrión—. Sube al piso de arriba y espérame.
El impacto del calor de la estancia y de la música retumbando en mi interior hizo que me tambaleara.