Fuera de la ley

—Si es tan amable —dijo Gerald apartando la vista de mis ojos y mirando al suelo—, le rogaría que aguarde en las dependencias privadas del se?or Kalamack.

 

Yo asentí, y mi acompa?ante se apostó junto al arco de entrada para asegu-rarse de que no me alejara.

 

Allí arriba la música no resultaba tan ensordecedora y, una vez dentro, eché un vistazo a la disposición de la estancia, que tenía cuatro puertas, una sala de estar situada en un nivel inferior y una pantalla gigante de televisión que ocupaba un espacio enorme. En la parte posterior había una cocina de tama?o normal y un comedor informal. Dos personas estaban sentadas a la mesa.

 

Al verlos vacilé unos instantes e, intentando no fruncir el ce?o, me dirigí hacia ellos. Lo que me faltaba. Tener que hacerme la simpática con dos de los ?amigos especiales? de Trent. Y para colmo, iban disfrazados.

 

O tal vez no, pensé cuando estuve algo más cerca. Ambos llevaban batas blancas, y mi tensa sonrisa se tornó aún más fingida cuando me di cuenta de que, probablemente, eran miembros del equipo médico de Quen. El más joven tenía el pelo negro y liso y la típica expresión cansada de los internos. La otra, de más edad y con la postura rígida que había visto en muchos profesionales que tenían una muy buena opinión de sí mismos, era claramente su superior. Entonces observé con atención a la mujer de pelo cano recogido en un mo?o, y luego volví a mirarla. Por lo visto Trent había cumplido su deseo de contar con los servicios de una bruja capaz de manejar líneas luminosas.

 

—?Joder! —exclamé—. Te daba por muerta.

 

La doctora Anders se puso rígida, y alzó la cara para dedicarme una sonrisa carente de afecto. Tras echar un vistazo a su compa?ero, sacudió la cabeza para retirarse un mechón de pelo de la cara. Era alta y delgada, y su estrecho rostro no mostraba ni pizca de maquillaje o de un hechizo que la hiciera parecer más joven. Lo más seguro es que hubiera nacido, más o menos, con el cambio de siglo. La mayoría de las brujas de esa generación eran reacias a mostrar su magia, y el hecho de que se hubiera dedicado a ense?arla era bastante inusual.

 

Aquella desagradable mujer había sido mi maestra. En dos ocasiones. La pri-mera vez me había cateado la primera semana sin motivo alguno, y la segunda me amenazó con hacer lo mismo si no me buscaba un familiar. La había tenido que investigar por asesinato pero, durante la investigación, su coche se había precipitado al río desde un puente eliminándola de la lista de sospechosos. A pesar de todo, yo estaba convencida de que no había cometido los crímenes. La doctora Anders era una persona repugnante, pero el asesinato no formaba parte de su plan de estudios.

 

No obstante, al verla tomando café en la cocina privada de Trent, me pregunté si estaba adquiriendo nuevas destrezas. Aparentemente Trent la había ayudado a orquestar su muerte para que no se convirtiera en el blanco del verdadero asesino y pudiera trabajar tranquilamente para él.

 

Me recordaba a Jonathan, pues su desprecio por la magia terrenal era tan palpable como el desprecio que Jonathan sentía por mí. Mientras me acercaba examiné su escuálida figura. Tenía que ser ella. ?Quién iba a querer disfrazarse de una mujer tan poco agraciada?

 

—Rachel —dijo girándose y cruzando las piernas una vez que las sacó de debajo de la mesa. Entonces se quedó mirando inquisitivamente el amu-leto para detectar magia de alto nivel que rodeaba mi cuello magullado y las marcas de las mordeduras. Al oír su voz y evocar las numerosas veces que me había puesto en evidencia delante de toda la clase, el párpado me empezó a temblar.

 

—Me alegra verte tan estupenda —prosiguió mientras el interno nos miraba alternativamente intentando dilucidar cuál era nuestro estado de ánimo—. Doy por hecho que te las arreglaste para romper el vínculo familiar con tu novio… —Seguidamente, sonriendo con la calidez de un pingüino, preguntó—: ?Puedo preguntarte cómo lo hiciste? ?Con otra maldición, tal vez? Tienes el aura hecha un asco. —Entonces inspiró, como si su larga nariz fuera capaz de olfatear las manchas de mi alma—. ?Qué has hecho para se te ponga así?

 

Yo me detuve a un metro de distancia, con actitud desafiante, e imaginé lo bien que me sentiría si le diera una patada en la garganta y la estrellara, junto con la silla, contra la pared. La muy arpía había fingido su propia muerte de-jando que tuviera que ser yo misma la que averiguara cómo romper el vínculo.

 

—Se rompió por sí solo cuando me convertí en la familiar de un demonio —le espeté esperando dejarla estupefacta.

 

El interno emitió un grito ahogado y se volvió a sentar, con sus almendrados ojos como platos y el pelo ligeramente de punta.

 

Sintiéndome como una sabihonda, agarré una silla y apoyé el pie en el asiento en lugar de sentarme.

 

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