Fuera de la ley

—De acuerdo —respondí, aunque no estaba segura de que me hubiera oído. De repente, me sentí como si estuviera completamente desnuda. ?Qué demo-nios! Hasta la mujer que iba disfrazada de pedigüe?a iba cargada de diamantes.

 

Uno de los camareros intervino cuando el primer invitado se acercó a nosotros, pero, una vez se aproximó el segundo, perdimos nuestra escolta. La noticia de la presencia de Trent corrió como la pólvora, y yo sentí que el pánico me invadía. ?Cómo se las arreglaba para manejar aquel tipo de situa-ciones, con toda aquella gente intentando, o mejor dicho, exigiendo que les prestara atención?

 

El propio Trent pidió disculpas al tercer invitado para dirigirse a mí y pro-meterme que volvería en cuanto pudiera. Sin embargo, aquella breve pausa supuso su perdición, porque la gente que lo rodeaba se abalanzó sobre él como si fueran un montón de banshees alrededor de un bebé que lloraba.

 

El experimentado político ocultó su enojo con tal habilidad que incluso yo estuve a punto de picar. Justo en ese momento un ni?o de unos ocho a?os se abrió paso por entre las piernas de los adultos llamando a gritos al tío Kalamack. Ante eso, Trent pareció rendirse.

 

—Gerald —dijo al escolta que había conseguido llegar hasta donde estába-mos cuando ya era demasiado tarde—, ?te importaría acompa?ar a la se?orita Morgan al piso de arriba?

 

Busqué a Gerald con la mirada, deseosa de escapar de aquella marabunta.

 

—Si es tan amable… —dijo él. Yo me aproximé agradecida y, a pesar de que me hubiera gustado agarrarlo del brazo, me contuve por miedo a parecer imbécil. Gerald también parecía nervioso, y me pregunté si se debía al hecho de tener que abrirse paso entre la gente sin perder los estribos, o a que le habían contado que yo trataba con demonios y le preocupaba que uno de ellos irrumpiera en la fiesta para venir a por mí.

 

En aquel momento la música terminó y la multitud prorrumpió en una sonora ovación. La voz grave de Takata respondió con el consabido ?gracias?, que lo único que consiguió es que gritaran aún más fuerte. A mí me dolían los oídos, y cuando Gerald comenzó a seguir a una mujer que llevaba una bandeja con canapés, me rendí y le apoyé la mano en la espalda. De este modo, parecía una imbécil. Mi acompa?ante se dirigía a toda prisa hacia las escaleras, y si lo perdía, tendría serios problemas para llegar por mí misma.

 

Justo en el momento en que la banda comenzaba una nueva pieza, alcanzamos nuestro objetivo. Los amplificadores hacían que el aire de la sala retumbara, y cuando me subí al primer escalón, conseguí divisar el escenario. Takata se paseaba de un lado a otro tocando su bajo de cinco cuerdas con su larga melena rubia peinada a lo rasta. Saltando como si fuera una ardilla hasta arriba de azufre, aporreaba el instrumento con un look que oscilaba entre el cantante punk y el viejo rockero que ninguna persona en la cincuentena habría conseguido a no ser que fuera tan guay como él.

 

Entonces miré a Trent, que esbozaba una cálida sonrisa mientras rodeaba con el brazo al ni?o, que estaba de pie en el brazo de un sillón para evitar que lo pisotearan. El magnate intentaba avanzar ocultando de forma magistral su dolor y su frustración. A pesar de todo, yo conseguía percibir su malestar. Hubiera preferido estar en otro sitio y, cuando cogió al ni?o y lo puso en los brazos de otra persona, dejó entrever un atisbo de impaciencia. Seguidamente consiguió dar otros tres pasos antes de que otra persona lo interceptara.

 

—Menudo co?azo —susurré, protegida por el estruendo de la música. No me extra?aba que Trent se pasara la vida escondido en su bosque.

 

—?Se?orita? —La voz pertenecía a Gerald, que había retirado la cuerda aterciopelada para que pasara.

 

Sintiéndome fuera de lugar con mis vaqueros y mi camiseta, empecé a subir la escalera agarrándome a la barandilla y sin poder apartar la vista de la sala. Era impresionante. La sala de fiestas de Trent tenía el tama?o de un campo de fútbol americano. Bueno, no exactamente, pero la chimenea del fondo era tan grande como un volquete. Uno de los grandes. Al otro lado Takata cantaba en un peque?o escenario, y la pista de baile estaba a rebosar tanto de adultos como de ni?os. Había suprimido el pabellón que había delante de la enorme abertura y que comunicaba la sala con la terraza y la piscina permitiendo que la gente entrara y saliera a sus anchas. Había ni?os, un montón de ni?os que iban co-rriendo desde la ba?era de hidromasaje hasta la piscina para acabar saliendo a toda prisa gritando de frío.

 

Al llegar al descansillo me detuve e intenté que Takata me mirara, pero él siguió tocando como si nada. Aquello solo funcionaba en las películas.

 

—Por favor, se?orita —insistió Gerald, y yo, haciendo un gran esfuerzo, aparté la vista del escenario y lo seguí. Tras superar una segunda cuerda y un par de guardias de seguridad, empezamos a caminar por una pasarela descu-bierta desde la que se divisaba toda la fiesta y que, como yo ya sabía, conducía a la acogedora sala de estar.

 

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