Fuera de la ley

—Estoy trabajando. Cambia de tama?o a Jenks y juega con él.

 

Yo levanté las cejas, y desde la tranquilidad del escritorio, que estaba detrás de mí y en el que todavía no había ni?os, se oyó una grosera carcajada.

 

—?Cambiarme de tama?o? —se mofó el pixie—. Ni por todas las hadas del mundo.

 

Cuando le tendí el taco, Ivy dirigió la atención hacia mi mu?eca, el lugar donde había estado la pulsera de Kisten a lo largo de los últimos tres meses. Inmediatamente después, me miró a los ojos con expresión acusadora, y yo apreté la mandíbula.

 

—?Te has quitado la pulsera de Kisten!

 

El pulso se me aceleró y solté el taco.

 

—Sí, me la he quitado —admití sintiendo la misma punzada de profundo pesar que llevaba toda la tarde intentando superar, desde el momento en que la había metido en mi joyero y había cerrado la tapa.

 

—Pero no la tiré. Existe una gran diferencia. Piensa un poco —concluí en un tono beligerante.

 

—?Ey! ?Chicas! —exclamó Jenks revoloteando nerviosamente entre noso-tras. No tenía ni idea de lo que habíamos estado hablando cuando habíamos estado de compras. Lo único que tenía claro es que, antes de que saliéramos de casa la tensión se mascaba en el ambiente, y que habíamos vuelto con un tarro de miel para él y un rollo de papel parafinado para que sus hijos se deslizaran desde el campanario. Y era lo único que le interesaba saber.

 

La expresión de Ivy se relajó, y después apartó la mirada con expresión com-prensiva. No me había desecho de la pulsera, la había guardado como recuerdo.

 

—De acuerdo. Una partida —dijo poniéndose en pie de forma desgarbada y dejando en evidencia su delgado cuerpo, cubierto por su ropa de deporte y el largo y ancho jersey que ocultaba la parte superior.

 

—Yo coloco las bolas y tú sacas —dije colocándole la tiza en la mano

 

En aquel preciso instante se oyó la campana de la puerta e Ivy soltó un suspiro.

 

—Ya las coloco yo —dijo—. Tú ve a abrir la puerta.

 

Jenks se quedó junto a Ivy, y yo, tras apartar contenta un murciélago que estaba demasiado bajo, agarré el bol de caramelos. Sintiendo que estaba en paz con el mundo, abrí la puerta y mi buen humor se desvaneció transformándose en un destello de fastidio. ?Trent?

 

Tenía que ser él. Tenía la misma apariencia de siempre, excepto por el hecho de que llevaba un traje que le hacía bolsas por todas partes y al que le sobraban casi diez centímetros de largo, junto con un par de zapatos que le a?adían cinco centímetros de altura. Era evidente que iba disfrazado. Mis ojos se dirigieron a la chapa en la que se leía: ?Kalamack para la alcaldía 2008?, y él se sonrojó. Había un coche deportivo aparcado junto al bordillo, con las luces de emer-gencia encendidas y la puerta abierta. Trent se quedó mirando los murciélagos que había detrás de mí, a continuación echó un vistazo a las magulladuras que decoraban la parte inferior de mi mandíbula, donde me había agarrado Al, y finalmente se concentró en mis nuevos mordiscos ribeteados de rojo. Quizá pensaba que se trataba de un disfraz. Quizá.

 

—?Qué quieres? ?Caramelos? —le pregunté irritada, apartándome por si se trataba de Al disfrazado. Entonces recordé a Quen y luché contra la necesidad de preguntarle si se encontraba bien y el deseo de llamar a la AFI y decirles que un hombre disfrazado de Trent Kalamack me estaba acosando. Ya le había dicho que no. No iba a conseguir que cambiara de opinión.

 

Jenks salió disparado apenas oyó mi exclamación, y sus alas adquirieron un brillo anaranjado como consecuencia del incremento en la circulación.

 

—?Eh, Ivy! ?Ven un segundo! Sé lo mucho que te gusta ver a Rachel pa-teando tipos malos.

 

Un trío de brujos con varitas brillantes, que cotorreaban sin parar, esquivó la calabaza de Jenks y subió las escaleras corriendo y gritando ?truco o trato?. Con expresión afligida, Trent se retiró el pelo de la cara y se hizo a un lado, claramente nervioso. Ivy apareció detrás de mí, y yo le entregué el bol cuando los tres chicos se marcharon dándonos las gracias, obedeciendo a sus madres, que estaban en la acera. Saltaron los dos últimos escalones, y yo apoyé el pu?o en la cadera, deseosa de decirle a Trent que se largara.

 

—Quiero que vengas conmigo —dijo lacónico antes de tener tiempo de a?adir nada. Seguidamente, miró a Ivy.

 

En ese instante se me ocurrieron más de cien respuestas maleducadas, pero me limité a decirle:

 

—No. Lárgate.

 

Luego me acerqué a la puerta, sorprendida cuando Trent colocó el pie para evitar que la cerrara. Tras verme obligada a detener a Ivy para que no le diera un empujón, el rostro de Trent se sonrojó. Entonces, con lo que debió de haber sido un esfuerzo hercúleo, retiró el pie y dijo en un tono mucho más conciliador:

 

—?Por qué lo haces todo tan difícil?

 

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