Fuera de la ley

—Entonces… ?todo arreglado?

 

 

La sonrisa de Ivy estaba llena de emoción. Entonces echó a andar de nuevo, balanceando los brazos con seguridad, y su mera presencia de ánimo hizo que la gente se girara para mirarla.

 

—Sí —respondió mirando hacia delante.

 

El corazón me latía a mil por hora y la tensión hizo que me pusiera rígida.

 

—Ivy…

 

—Shhhh —me chistó, y yo me detuve en seco cuando se paró justo en la puerta y se giró para ponerme un dedo sobre los labios. Tenía los ojos a escasos centímetros de los míos, y yo me quedé mirándolos, estupefacta.

 

—No lo estropees, Rachel —a?adió alejándose—. Déjame una peque?a ilusión. Es lo único que puede impedir que me vuelva loca teniéndote al otro lado del pasillo.

 

—No voy a acostarme contigo —le dije intentando que quedara bien claro, y haciendo que el hombre que entraba en ese momento se nos quedara mirando de reojo.

 

—Lo sé —respondió ella quitándole importancia a mis palabras. Luego empujó la puerta y abandonó el centro comercial—. Por cierto, ?qué tal te fue ayer con David?

 

Yo la miré con recelo mientras salíamos a la luz del sol. No acababa de fiarme del todo de sus palabras.

 

—Quiere que me haga un tatuaje de manada —le expliqué con cautela mien-tras me apartaba el pelo que se me había metido en la boca por culpa del viento.

 

—?Y que vas a hacerte? —me preguntó alegremente—. ?Un murciélago?

 

Mientras caminaba junto a ella y le contaba lo que tenía en mente, me di cuenta de lo mucho que le había afectado que nuestro encuentro vampírico hubiera fracasado. La verdad es que había metido la pata hasta el fondo. Había creído que me avergonzaba de ella y que iba a marcharme. No obstante, se-guíamos siendo amigas y nada había cambiado.

 

Sin embargo, cuando subí al coche y bajé la capota para disfrutar del sol, noté que mis dedos se deslizaban lentamente hacia las marcas ribeteadas de rojo, que seguían inflamadas e irritadas. Entonces recordé la sensación de nuestras auras fundiéndose, y sentí un escalofrío.

 

Bueno, habían cambiado muy pocas cosas.

 

 

 

 

 

19.

 

 

El agradable sonido de las bolas de billar al chocar me recordaba a los amaneceres que pasaba en la discoteca de Kisten mientras esperaba a que dispusiera de un poco de tiempo para estar juntos. Entonces cerré los ojos para sentir el calor de la lámpara que colgaba encima de la mesa y casi pude percibir el aroma que dejaban en el ambiente un centenar de vampiros divirtiéndose mezclado con el de la sabrosa comida, el buen vino y el sutil dejo de azufre.

 

No, no tenía un problema. No me había vuelto adicta. Ni mucho menos. Yo no. Pero cuando abrí los ojos y vi a Ivy, me asaltaron las dudas.

 

No importa, pensé preparándome para golpear la bola y sintiendo como me tiraba la piel que rodeaba las marcas que me había dejado Ivy. Es posible que aquella tarde hubiera tenido miedo de decirle que no le iba a permitir morderme nunca más, pero lo había hecho. Y me sentía bien por ello.

 

Notándome cada vez más animada, me concentré en la bola con la franja amarilla y el número nueve y apunté con el taco. Vale, era la noche de Halloween y estaba encerrada en casa con una blusa roja y unos vaqueros, en vez de andar de bar en bar vestida con ropa de cuero y algo de encaje, pero al menos tenía amigos. Aferrándome a la decisión de convertirme en una nueva Rachel, responsable pero aburrida, decidí que no podía confiar en que Tom se comportara de forma inteligente y, a pesar de que abandonaba cada dos por tres la zona consagrada para asaltar el frigorífico, arriesgarme a que una sala entera de borrachos acabara en urgencias, solo porque tenía ganas de salir por ahí, hubiera sido demasiado.

 

Ivy, a la que no le había sorprendido en absoluto que el agente de la división Arcano, Tom Bansen, fuera la persona que había estado invocando a Al, estuvo de acuerdo conmigo. De hecho, cuando se lo dije, soltó una carcajada y comentó:

 

—Al menos no se trata de un descerebrado.

 

Yo seguía barajando la idea de demandarlo ante la SI alegando invocaciones demoníacas, aunque solo fuera por no tener que pagar los desperfectos de la tienda de hechizos, pero Ivy opinaba que, por mi propia salud, era mejor dejar a los demonios en paz. Si a lo largo de aquella semana no sucedía nada, quizá lo dejara estar, pero si Al volvía a atacarme, iba a darle a Tom donde más le dolía: en su talonario de cheques.

 

Kim Harrison's books