Fuera de la ley

—?Joder, tía! ?Estás impresionante! —exclamé entusiasmada pensando que, con aquella tenue sonrisa titubeante, estaría guapa con cualquier cosa que se pusiera. La blusa le quedaba que ni pintada, y el encaje negro contrastaba con su pálida piel—. Tienes que comprártela. Está hecha para ti —a?adí insistiendo con la cabeza para enfatizar mi aprobación. La combinación de la piel con el encaje le daba la perfecta imagen provocativa de una vampiresa.

 

Ivy bajó la cabeza y se quedó mirando el encaje negro que apenas cubría algunos puntos clave. Un destello rojo y plateado indicaba el lugar donde se encontraba el pirsin, y en aquel momento se llevó la mano a la parte baja del cuello para taparse la cicatriz que le había dejado Cormel. Justo en el momento en que empecé a preguntarme en qué estaría pensando, murmuró:

 

—Es bonito.

 

Bonito, bonito, bonito. Todo era jodidamente bonito. Entonces se giró y se volvió al probador mientras yo miraba para otro lado.

 

—?Y tú? ?No te compras nada? —preguntó por encima de la puerta—. Esta es la tercera tienda que visitamos, y aún no te he visto probarte nada.

 

Reclinándome en la suave piel de la butaca, me quedé mirando el techo.

 

—No quiero salirme del presupuesto —me limité a decir.

 

El silencio de Ivy hizo que bajara la vista, y descubrí que me estaba mirando el cuello, con una pizca de remordimiento en sus ojos marrones.

 

—No te fías de mí —dijo sin venir a cuento. A pesar de que la mayor parte de ella quedaba oculta tras la puerta del probador, pude ver que se había quedado inmóvil—. No te fías de mí y te avergüenzo, pero no te culpo por ello. Tuviste que hacerme da?o para conseguir que parara. Yo también me avergonzaría de mí.

 

Sentí una sacudida de tensión y me erguí. Dos clientes que estaban cerca se giraron hacia nosotras y yo la miré sin comprender. ?Qué demonios estaba diciendo?

 

—Te dije que podía hacerlo y fracasé —prosiguió. Tenía los hombros desnudos y, bruscamente, volvió a ponerse la camiseta con movimientos rápidos y torpes.

 

Yo me puse en pie, estrujándome los sesos para entender lo que estaba pasan-do. No debería habérmela llevado de compras, debería haberla emborrachado.

 

—No fracasaste. ?Dios, Ivy! He de admitir que perdiste el control, pero lo recuperaste. ?Ni siquiera recuerdas lo que pasó?

 

Estaba de espaldas a mí, colgando la blusa de encaje en su percha correspon-diente y, cuando la vi salir del probador, reculé. Había sido… fantástico. Pero no se lo iba a repetir nunca más.

 

Probablemente me lo leyó en la cara, pero el caso es que se quedó inmóvil delante de mí, con la blusa de encaje cuidadosamente colgada de la percha, lista para la próxima clienta.

 

—Entonces, ?por qué te avergüenzas de mí? —preguntó quedamente, con los dedos temblorosos.

 

—?No lo hago!

 

En silencio, pasó por mi lado dándome un ligero empujoncito, colgó la blusa en el mismo lugar donde la había encontrado, y se dirigió hacia la salida.

 

—?Ivy, espera! —le grité saliendo tras ella e ignorando a la imbécil de la dependienta, que, con una sonrisa, nos decía que volviéramos al día siguiente porque iban a empezar las rebajas. El detector de hechizos de la puerta emitió un pitido cuando pasé con mi amuleto para cambiar la piel, pero nadie me detuvo. Ivy se encontraba ya en el piso de abajo. Sus cabellos relucían bajo los rayos de sol que entraban por los tragaluces, y tuve que echar una carrera para alcanzarla. Típico de Ivy, salir huyendo cuando afloraban los sentimientos. Pero esta vez no se lo iba a permitir.

 

—?Ivy, para! —le dije cuando logré darle caza—. ?De dónde narices te has sacado esa idea? No me avergüenzo de ti. ?Dios! ?Pero si estoy alucinada por la forma en la que conseguiste mantener el control! ?No te diste cuenta de lo mucho que habías mejorado? Aunque aquello no iba a hacer que reconsiderara mi decisión.

 

Con la cabeza gacha, aminoró el paso y, finalmente, se detuvo. A nuestro alrededor la gente caminaba de un lado a otro, pero estábamos solas. Esperé a que levantara la mirada, y el dolor que vi en sus ojos casi me dio miedo.

 

—Estás ocultando los mordiscos —dijo en un tono casi imperceptible—. Nunca antes habías hecho algo así. Nunca. Fue… —Entonces se dejó caer en el banco que había junto a nosotras y se quedó mirando al suelo—. Te aver-güenzas de mí, si no, ?qué otra razón habría para que ocultaras la marca que te dejé? Te dije que podía manejarlo y no lo conseguí. Confiaste en mí y te fallé.

 

?Oh, Dios mío! Sentí que las mejillas me ardían de la vergüenza cuando me di cuenta del mensaje que le había estado enviando. Entonces levanté la mano y me quité el amuleto pasándolo por encima de la cabeza y pegándome un tirón en el pelo. ?Por qué demonios no había nada en el libro de Cormel que resultara mínimamente útil?

 

—No me avergüenzo de ti —le dije tirándolo en una papelera cercana. En ese momento sentí que desaparecía el efecto del hechizo, dejando a la vista los mordiscos ribeteados de rojo, y levanté la barbilla—. Los ocultaba porque me avergonzaba de mí misma. He estado viviendo mi vida como una jodida ni?a con un videojuego, e hizo falta que me creyera atada al asesino de Kisten para darme cuenta de lo que estaba haciendo. Esa es la razón por la que los escondía, no tú.

 

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