Fuera de la ley

El brujo palideció. Detrás de él, David se desplazó hacia las escaleras, con el típico sigilo de un lobo alfa, para proteger mi huida. Jenks estaba con él, lo que me hizo sentir doblemente segura.

 

—No se te había ocurrido, ?verdad? —pregunté intentando aprovecharme de su precaria situación. Yo era una buena chica, pero no tenía por qué seguir siéndolo. No sería la primera vez que mandaba a Al contra sus invocadores—. Maldito enano —dije amargamente, pensando en que no me gustaba nada lo que me estaba obligando a hacer—. Te lo advierto. No te conviene jugar conmigo.

 

Tom se irguió y David se puso en guardia. No podía permitir que pensara que era él el que llevaba las riendas y, tras mirar a David para dejarle claro que sabía lo que hacía, me acerqué a la cara de Tom.

 

—Deja de invocarlo —dije. Había interceptado una línea, de manera que el pelo empezó a ondearme—. Si Al vuelve a importunarme, te lo mandaré de vuelta y tendrás que limpiar algo más que los da?os de una persona al golpear una pared de cemento. ?Queda claro?

 

Temblando por dentro, me giré para marcharme, contenta de que David estuviera protegiendo la escalera.

 

—?Ah! Y dile a Betty que no espere un cheque por los desperfectos. Su póliza no cubre los da?os demoníacos.

 

Con los ladridos de Sampson resonando a lo lejos, subí las escaleras a toda prisa. Jenks se colocó delante de mí con su suave zumbido, mientras que David ascendió lentamente cubriéndome las espaldas. Me sentía como si fuera un montón de crema entre dos galletas, con la mente llena de pelusa y de estupideces. ?Por qué demonios le había dicho a Tom que le enviaría a Al? No tendría ninguna posibilidad de sobrevivir. Se lo cargaría en menos de treinta segundos.

 

Cuando hube atravesado la mitad de la insulsa casa, con sus paredes de colores pastel y sus muebles angulosos, me di cuenta de que tenía a Sampson pegado a los talones intentando llamar mi atención.

 

—?Te compró porque hacías juego con el sofá? —le pregunté con amargura. El perrito se puso a ladrar, moviendo la cola con tanta energía como para abas-tecer Cincy durante un a?o. De repente, me asaltó un fugaz pálpito, me detuve unos segundos frente a la puerta principal y eché un vistazo al amuleto para detectar magia de alto nivel. Estaba verde. No era más que un perro.

 

—Menudo chucho apestoso —comentó Jenks desde la seguridad de mi hombro. David abrió la puerta y yo sacudí la pierna para impedir que saliera.

 

—Es un santo por soportar a esa mujer —dije deseando cogerlo en bra-zos y llevármelo a casa. Ni siquiera me gustaban los perros. Echándole un último vistazo, reprimí las ganas de darle unos golpecitos en la cabeza y cerré la puerta.

 

David se me quedó mirando con expresión interrogante y yo, ignorándolo, bajé las escaleras con decisión. Quería salir de allí antes de que Tom decidiera echarle un par de huevos y venir a por mí.

 

Mientras subían al coche, tanto David como Jenks estaban extra?amente callados, casi dubitativos.

 

—?Qué pasa? —les espeté provocando que Jenks despidiera un poco de polvo que iluminó el hombro de David.

 

Este se encogió de hombros y, tras lanzarle una miradita a Jenks, preguntó:

 

—?Te encuentras bien?

 

Yo miré a la casa y vi a Sampson sentado en el ventanal sin dejar de mover la cola.

 

—No.

 

El hombre lobo respiró hondo, giró la llave y arrancó el coche.

 

—Espero que no se haya dado cuenta de que te estabas tirando un farol.

 

Yo me quedé en silencio, mirando los adornos de Halloween para no tener que pensar.

 

—Porque era un farol, ?verdad? —preguntó David intentando salir de dudas. En ese momento Jenks comenzó a agitar las alas con nerviosismo, y yo esbocé una sonrisa fingida.

 

—Sí, claro. Era un farol —dije, e inmediatamente las alas de Jenks adquirieron su translucidez habitual. No obstante, mientras intentaba distraerme cambiando la emisora de música country de David por algo más radical, una parte de mí se preocupó porque quizá no lo fuera.

 

Al menos, no había sido Nick.

 

 

 

 

 

18.

 

 

Me coloqué la blusa de encaje por encima de mi camiseta negra, consciente de que habría necesitado el hechizo para aumentar el tama?o de los pechos para rellenarlo como es debido y conseguir que la parte más espesa del en-caje quedara situada en los lugares estratégicamente previstos. No merecía la pena arriesgarse a hacer el ridículo al que me enfrentaría si el amuleto resultaba defectuoso, así que lo volví a colocar en el perchero y me puse a buscar algo más sustancial. Con una sonrisa, agarré una blusa drapeada de seda negra con destellos plateados que me sentaría de miedo porque llegaría justo al borde de mis vaqueros de cintura baja. Era una mezcla de sofisticación informal y atrevida modestia, y estaba segura de que Kisten habría dado su aprobación.

 

Kim Harrison's books