Me quedé allí de pie, bajo la luz filtrada del sol, buscando las palabras más sencillas, de forma que no se pudieran malinterpretar.
—Lo siento —dije en un susurro, aunque sabía que, a pesar del parloteo que provenía de las tiendas, podía oírme perfectamente—. No te estaba tomando el pelo. Me gustas mucho. ?Maldita sea! Podría decir, incluso, que te quiero, pero… —a?adí agitando las manos con impotencia al ver su expresión sombría por la emoción cuando tuve el valor de mirarla a los ojos—. Kisten murió porque me dedicaba a vivir mi vida como si tuviera un botón de reinicio. Pagó por mi estupidez. No puedo seguir combinando el riesgo de morir con la alegría que me proporcionan el… el amor y el afecto. No volveré a compartir eso contigo nunca más. —Tras unos instantes de vacilación, a?adí—: No me importa lo satisfactorio que fuera. No puedo seguir viviendo de ese modo. Lo arriesgué todo para no ganar…
—Nada —me interrumpió amargamente.
—Nada, no. Todo. Ayer lo arriesgué todo para ganarlo todo, pero no puedo tener ese todo y seguir manteniendo lo que más quiero.
Me estaba escuchando. Gracias, Dios mío. Creo que ahora puedo decírselo.
—Me refiero a la iglesia, a Jenks, a ti —proseguí—. A ti, tal y como eres. A mí, tal y como soy. Me gusta cómo soy. Y quiero que las cosas sigan como están. Y si volvieras a morderme… —En aquel instante sentí un escalofrío y agarré mi café con más fuerza—. Fue increíble —susurré perdida en el recuerdo de lo sucedido—. Si tú me lo pidieras, dejaría que me ataras, y de ese modo podría tenerlo siempre. Te diría que sí, y entonces…
—Dejarías de ser tú —dijo Ivy.
Yo asentí con la cabeza e Ivy se quedó callada. Me sentía agotada. Había dicho lo que tenía que decir, y lo único que deseaba en aquel momento era que encontráramos la manera de vivir con ello.
—Entonces no quieres que me vaya —dijo Ivy. Yo sacudí con la cabeza—. Pero tampoco quieres que vuelva a morderte —a?adió mirando el café que tenía entre las manos.
—No, no es que no quiera, es que no puedo dejar que vuelvas a morderme. No es lo mismo.
Cuando me miró a los ojos, sus labios mostraban una tenue sonrisa, y yo no pude evitar devolvérsela, aunque fuera con una versión más débil.
—Tienes razón, no es lo mismo —dijo cambiando de postura y soltando un largo y lento suspiro—. Gracias —susurró. A continuación, vacilante, me tocó el brazo brevemente, y yo me quedé helada—. Gracias por tu sinceridad.
?Gracias?, pensé mirándola fijamente.
—Pensaba que te ibas a cabrear.
Entonces se pasó la mano por la cara y se quedó mirando los tragaluces del techo para que sus pupilas se contrajeran.
—Una parte de mí está cabreada —dijo sin darle mucha importancia. Mi pulso se aceleró y, una vez más, apreté la taza con fuerza. Al percibir mi reacción, Ivy me miró a los ojos. El anillo marrón que rodeaba sus pupilas se estaba estre-chando, pero no había perdido la sonrisa—. Pero, al menos, no vas a dejarnos.
Con un cierto recelo, asentí con la cabeza.
—No estoy jugando a hacerme la dura, Ivy. Lo digo totalmente en serio. No puedo.
La rigidez de sus hombros desapareció y giró la cabeza para mirar a la gente que nos rodeaba.
—Lo sé. Sé lo asustada que estabas cuando pensaste que te encontrabas atada. Alguien intentó violarte robándote tu sangre.
Entonces recordé el terror que sentí y cómo ella me consoló, transmitiéndome seguridad y comprensión y diciéndome que no me preocupara. Lo que compar-timos en aquellos momentos fue casi tan intenso como el éxtasis que habíamos experimentado anteriormente. Tal vez era ahí adonde quería llegar. Quizás era aquello lo que de verdad importaba.
En aquel momento, tras dejar caer los hombros dando una inusual muestra de cansancio, se inclinó hacia delante. Con su pelo casi rozando mis hombros, susurró:
—Si el miedo a que te pudiera morder podría haber provocado que te mar-charas, significa que la razón por la cual has decidido quedarte es que te gusto.
Seguidamente, tras tomar un sorbo de café, echó a andar lentamente por el pasillo segura de sí misma.
Yo me quedé con la boca abierta, y salí tras ella.
—?Eh! Espera un momento, Ivy.
Ella se detuvo y sonrió.
—Yo te gusto, pero no por el efecto que tienen en ti las malditas feromonas vampíricas. Puedo obtener la sangre de cualquiera, pero si tú sigues negándote, es porque te gusto. Y saberlo hace que la frustración sea más soportable.
Entonces le quitó la tapa al café y la tiró cuando pasamos junto a una pa-pelera. Yo intenté mirarle a la cara sin dejar de fijarme por dónde iba para no chocarme con nadie mientras nos aproximábamos a la puerta principal, donde el tráfico de personas era mayor. Tenía una expresión sosegada y apacible. Las arrugas de preocupación e incerteza que tan mal le sentaban habían desapare-cido. Había encontrado la serenidad. Tal vez no era el tipo de serenidad que le hubiera gustado, pero no dejaba de ser serenidad. Yo, sin embargo, no era de las que dejaban estar las cosas.