A pesar de lo mucho que me jodía tener que quedarme en casa la noche de Halloween, estaba de buen humor. Jenks y yo nos ocupábamos de atender la puerta, e Ivy estaba en el rincón viendo una comedia clásica postrevelación con un montón de motosierras y una destoconadora. Marshal no me había llamado, pero después de lo sucedido el día anterior, no me sorprendía. Mi leve decepción solo hacía que confirmar mi idea de que debía poner distancia entre nosotros antes de que adquiriera el estatus de novio. Y francamente, tampoco necesitaba más quebraderos de cabeza.
Resoplando, empujé suavemente la bola blanca, que chocó contra la esquina, y rodó en dirección a la número nueve, golpeándola justo donde no debía.
Apenas me erguí, sonó la campana de la puerta, seguida de un coro de voces que gritaban ??Truco o trato!?.
Desde debajo de un techo lleno de murciélagos de papel, los ojos de Ivy buscaron los míos, y yo me puse en marcha.
—?Ya voy! —exclamé apoyando el taco en la pared. A continuación me dirigí al oscuro vestíbulo con el enorme bol de caramelos. Ivy lo había llenado de velas para que resultara aún más espeluznante. En las horas previas a la media noche habíamos apagado todas las luces de la iglesia para impresionar a los ni?os humanos, pero después ya no nos molestamos porque solo venían inframundanos. Para ellos, una iglesia iluminada con velas resultaba tan ate-rradora como un bol lleno de caramelos y chocolatinas.
—?Jenks! —grité, y un intenso zumbido golpeó uno de mis oídos.
—?Cuando quieras! —respondió. Entonces abrí la puerta y él emitió un in-creíble chirrido que imitaba el de las bisagras sin engrasar. Fue lo suficientemente intenso como para que me dolieran los dientes y los ni?os allí congregados se quejaron a voz en grito mientras se tapaban los oídos. El maldito pixie era peor que un hombre lobo ara?ando con sus garras el encerado.
—?Truco o trato? —corearon cuando se hubieron recuperado. Sin embargo, cuando vieron a Jenks brillando por encima del bol de caramelos se les iluminó la cara, tan hechizados como de costumbre. Tuve que agacharme para que la más peque?a de ellos, que iba disfrazada de hada con alas ilusorias, alcanzara a coger algo. Era monísima, con los ojos grandes, y parecía entusiasmada. Probablemente aquel iba a ser el primer Halloween del que tendría memoria, y en aquel momento entendí por qué a las madres les encantaba ocuparse de abrir la puerta. Poder ver el desfile de disfraces y de ni?os rebosantes de alegría merecía los sesenta dólares que me había gastado en caramelos.
—?Toca la campana! ?Toca la campana! —pidió un ni?o disfrazado de dragón apuntando con el dedo hacia el techo. Atendiendo sus deseos, dejé a un lado el bol y agarré el tirador, gru?endo mientras tiraba con fuerza del nudo hasta que casi me llegó hasta las rodillas. Ellos se me quedaron mirando expectantes mientras la cuerda volvía de nuevo a su posición original. Un instante después, un gran talán resonó por todo el vecindario.
Los ni?os gritaron y aplaudieron, y yo los espanté preguntándome qué tal llevaría Bis el ruido. A continuación escuché el débil sonido de las campanas de otras dos iglesias cercanas. Era una sensación muy agradable, como una distante confirmación de que pertenecíamos a una comunidad, y me quedé mirando a los ni?os que echaban a correr para reunirse con sus madres, que los aguardaban a poca distancia con sillitas y carritos. La calle estaba llena de furgonetas que merodeaban desplazándose lentamente entre luces parpadeantes y el ir y venir de los disfraces. La calabaza de Jenks, con sus correspondientes ojos y boca, brillaba a los pies de la escalera como si fuera la mismísima cara de Al. ?Maldición! ?Adoraba Halloween!
Con una sonrisa, esperé con la puerta abierta a que Jenks terminara de ilu-minar los escalones para los más peque?os. Al otro lado de la calle, vi a Keasley sentado solo, en su porche, preparado para repartir caramelos. Ceri había ido a la basílica al ponerse el sol para rezar por Quen, recorriendo el camino a pie como si fuera una especie de penitencia. Mientras cerraba la puerta fruncí el ce?o, y me pregunté si la cosa era realmente tan grave. Tal vez no debería haberme negado a verlo.
—?Ivy! ?Te apetece una partida? —pregunté cansada de golpear siempre las mismas bolas.
Ella levantó la vista y negó con la cabeza. Estaba sentada con la espalda apo-yada en el brazo del sofá, y tenía un sujetapapeles sobre las rodillas dobladas. A su lado había una jarrita de porcelana rota llena de lápices de colores, y estaba intentando que una serie de hojas de cálculo y organigramas nos dieran la respuesta de quién mató a Kisten. Lo único que había sacado en claro, después de haber pasado toda una noche investigando y de que yo hubiera recordado que se trataba de un hombre, era que Piscary entregó a Kisten a alguien que no pertenecía a su camarilla. Eso significaba que debíamos buscar al asesino fuera de la ciudad, ya que Piscary nunca se lo habría entregado a un vampiro local de un grado inferior. Cuando Ivy se empe?aba en algo, no cejaba hasta conseguirlo. No importaba cuánto tiempo tardara.
Yo me acerqué para incordiarla, puesto que era su parte preferida de la pe-lícula y necesitaba un descanso.
—?Solo una partidita! —insistí dándole un codazo—. Si quieres, coloco yo las bolas.
Los ojos marrones de Ivy tenían una expresión serena, mientras cruzaba las piernas por debajo de ella.