Fuera de la ley

Yo sonreí al recordar cuánto gustaba Ceri a los hijos de Jenks y el cari?o que sentía por él la madre de Ellasbeth, otro elfo de sangre pura. Yo no sentía el mismo ?afecto? por aquel trozo de piedra somnoliento que se había instalado en las vigas del campanario y, por lo que sabía, tampoco los demás brujos. No obstante, no conocía a ningún otro brujo que viviera en una iglesia, y aquel era el único lugar en el que se instalaría una gárgola. Por lo visto se debía a los iones que desprendían las campanas, o algo así.

 

—?Estás segura de que no supone ningún problema? —pregunté se?alándola.

 

—Sí. Es más, si estuviera despierta, intentaría entablar una relación con ella y le pediría que atara el hilo.

 

Yo miré esperanzada aquel bulto alado de color grisáceo, pero no se movió. Ni siquiera sus orejas puntiagudas.

 

—Lo haré yo misma —dije. A continuación me subí al tocador y me puse de pie. Tenía la cabeza dentro de la campana, y el sutil eco que golpeaba mis oídos me hizo estremecer. Rápidamente até la cuerda al badajo y me bajé.

 

Ceri la cortó con los dientes y con destreza movió sus pálidos dedos e hizo una honda de tres puntas del tama?o de la palma de su mano para colocar dentro el anillo de metal. A continuación lo soltó y este se balanceó suavemente a la altura del pecho por encima del tocador.

 

—Ahí está bien —dijo, retrocediendo—. Eso hará una bonita luz.

 

Yo asentí, sin quitarle ojo a la gárgola, y preguntándome si la cola que se enroscaba alrededor de sus curtidos pies se había movido ligeramente. No me gustaba realizar hechizos delante de desconocidos, especialmente si se trataba de alguien que se había instalado en mi casa sin pagar el alquiler.

 

—Bueno, el primer paso consiste en… —apuntó Ceri haciendo que volviera a dirigir mi atención hacia ella.

 

—Perdona —dije recuperando la compostura—. Déjame echar un vistazo al círculo exterior.

 

Ceri me hizo un gesto de aprobación y yo dirigí mi conciencia hacia la línea luminosa que nos rodeaba. La energía, clara y pura, empezó a fluir y yo exhalé, mientras las fuerzas de mi interior se equilibraban. Luego me desprendí de la zapatilla de estar por casa de una patada y toqué con el dedo del pie el círculo de tiza metálico. La palabra mágica, rhombus, resonó con fuerza en mi mente y una capa de siempre jamás del grosor de una molécula se elevó, pasó por encima de nuestras cabezas formando un arco y se cerró. En apenas medio segundo, la palabra mágica había conseguido condensar los cinco minutos de preparativos con la tiza y las velas. Había tardado seis meses en aprender a hacerlo.

 

La horrible oscuridad que se desplegó en el exterior de la media esfera un segundo después, y que hacía todo lo posible por aplacar el tono dorado con el que mi aura había te?ido el típico color rojo de la lámina de siempre jamás, me provocó un escalofrío. Aquella mancha era la representación visual del estado en que se encontraba mi alma. Mientras volvía a colocarme la zapatilla, me sentí fatal. A Ceri no parecía molestarle, pero su mácula era mil veces más espesa que la mía. Menos un a?o, pensé esperando que de verdad me hubiera perdonado por haberle gritado.

 

La gárgola se había quedado fuera del círculo, lo que me hizo sentir infinita-mente mejor. Mis cabellos estaban empezando a flotar debido a las corrientes de energía que recorrían mi interior, y yo me atusé los rizos con una mano.

 

—Odio cuando pasa esto —dije descubriendo un pelo suelto y tirando de él para usarlo en el hechizo.

 

Con una risita, Ceri asintió con la cabeza y, al ver su expresión de confianza, me giré hacia el tocador con el cabello entre los dedos.

 

Luego resoplé y, más calmada, agarré el frasco de aceite.

 

—In fidem recipere —dije impregnándome las yemas de los dedos y deslizándolas por el cabello para que quedara bien cubierto. Aquel pelo servía como conducto para que la energía fluyera hacia el interior del círculo y mantener la luz, mientras que el aceite, gracias a su alto punto de inflamación, evitaría que prendiera.

 

Ceri tenía el ce?o fruncido, pero mostraba su conformidad asintiendo con la cabeza, así que enrollé cuidadosamente el cabello alrededor del anillo. El paso siguiente requería una gota de sangre, y el pinchazo de la aguja de punción fue prácticamente imperceptible. Cuando lo embadurné con mi sangre, tuve la sensación de que el anillo de metal estaba más caliente de lo normal.

 

—Ummm, lungo —dije frotándome las palmas de las manos con nerviosis-mo para limpiarme los restos de aceite y sangre. Seguidamente, tras consultar las notas, realicé los gestos correspondientes que me provocaron un peque?o calambre en la mano derecha.

 

—Bien —me alentó Ceri aproximándose sin apartar la vista del metal grisáceo.

 

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