Había descubierto aquel tranquilo y frío lugar el invierno pasado, cuando intentaba evitar la prole de Jenks. Anteriormente había estado evitándolo porque los búhos de Ivy, por los que no sentía una gran simpatía, se habían instalado allí durante un breve periodo de tiempo. Sin embargo, no había descubierto su encanto hasta el verano, con la llegada de las primeras lluvias. Jenks había prohibido a sus hijos acercarse a la gárgola, así que no me molestarían. De todos modos, era bastante improbable que se aventuraran a salir del tocón con la que estaba cayendo. Pobre Matalina.
Aparté la vista de aquel bicharraco de color gravilla de apenas treinta centí-metros agazapado bajo una de las vigas maestras, y me dirigí lentamente hacia una silla plegable para mirar por una de las largas ventanas. Estaban protegidas por una celosía para evitar la entrada de todo tipo de bichos y animalejos y también el estruendo de las campanas. Nadie se explicaba cómo se las había arreglado la gárgola para colarse, y aquel misterio tenía cabreado a Jenks. Tal vez era como los pulpos y se podía meter por cualquier sitio.
En aquel momento me encorvé y apoyé la barbilla sobre mis brazos, que estaban cruzados sobre el alféizar, y aparté las persianas para ver el luminoso cielo nocturno e inspirar el aire húmedo e impregnado del olor a mojado de las tejas de madera y de las losas del pavimento.
No sabía porqué, pero me sentía muy a gusto, como si estuviera a salvo de todo. Era una sensación de tranquilidad, casi como si envolviera una especie de recuerdo. Quizá se debía a la presencia de la gárgola, pues se decía que eran guardianes, pero no lo creía. Aquel lugar me transmitía una sensación de paz desde mucho antes de que se instalara allí.
Había subido la silla plegable el pasado verano, pero la estantería, el diván desgastado y el tocador ya estaban allí cuando lo descubrí. Este último estaba cubierto por una plancha de granito verde y tenía un precioso espejo desazogado en la parte posterior. Hubiera podido servir como encimera para realizar hechizos, porque parecía muy resistente y era fácil de limpiar. No podía evitar preguntarme si antiguamente habrían utilizado aquel lugar para preparar conjuros. A pesar de que no había ni rastro de cables o tuberías, razón por la cual había tenido que encender unas velas, me seducía la idea de convertir aquel lugar en algo más que en un escondite ocasional donde guardar mis libros de magia y preparar hechizos cuando me veía obligada a estar en terreno consagrado. Aun mas, bajarlo todo para darle una limpieza sería pesadísimo.
Afortunadamente el hechizo de Ceri no requería demasiada parafernalia. Aquel hechizo de líneas luminosas no aparecía en ninguno de mis libros, pero Ceri dijo que si era capaz de encender una llama con la magia de líneas, no tendría ningún problema en conseguirlo. Si finalmente lo lograba, es posible que me tomara algo de tiempo en transformarlo en un hechizo inmediato, de los que solo necesitan una única palabra mágica. En aquel momento, me aparté de la ventana y me rodeé la cintura con los brazos para protegerme del fresco y de la humedad, deseando que resultara sencillo. El frío sería un factor determinante por sí mismo para conseguir que lo memorizara.
La magia de líneas luminosas no era mi fuerte, pero la idea de poder crear una luz siempre que quisiera resultaba tremendamente atractiva. En una ocasión había conocido a alguien capaz de utilizar las líneas luminosas para escuchar las conversaciones de la gente desde una distancia considerable. Al recordarlo, una tenue sonrisa curvó las comisuras de mis labios. Tenía dieciocho a?os, y estábamos fisgoneando cómo un oficial de la SI interrogaba a mi hermano, Robbie, sobre la desaparición de una chica. Aquella noche había sido un auténtico desastre, pero en aquel momento pensé que, quizá, aquel era el origen de que los miembros de la SI no me pudieran ni ver. No solo los habíamos puesto en evidencia encontrando a la chica que había desaparecido, sino que también habíamos localizado al vampiro no muerto que la había raptado.
El débil sonido de los pasos de Ceri cruzando la calle flanqueada de árboles se filtró a través de los listones de la ventana, y yo me puse derecha. Ivy estaba abajo, con el ordenador y un montón de folios desperdigados intentando utilizar la lógica para descubrir al asesino de Kisten. Se había quedado muy callada al ver mi amuleto para cambiar el color de la piel, y su expresión hermética dejaba bien claro que todavía no estaba preparada para hablar de lo ocurrido. Y yo tenía el suficiente sentido común como para no presionarla. De momento, que todavía siguiera allí me parecía más que suficiente. Jenks estaba con Matalina y con los ni?os, evitando la gárgola, y que cada uno de nosotros tres estuviera ocupado en cosas diferentes hacía que la iglesia se hubiera convertido en un remanso de paz y tranquilidad.
En ese momento oí entrar a Ceri llamando a Ivy. Yo me puse de pie de un salto e hice como si le quitara el polvo a la estantería. Entonces se oyeron unos pasos que subían corriendo las escaleras, que resultó ser la gata de Jenks. El animal se detuvo en seco al descubrirme allí mirándome con sus intensos ojos negros y la cola torcida.