Fuera de la ley

De repente el local se iluminó y el chirrido del altavoz provocó que los dos hiciéramos un gesto de desagrado.

 

—Son las cinco en punto, queridos patinadores —retumbó la voz de Chad—. Ha llegado la hora de conceder el premio al mejor disfraz. Poneos en fila para que Aston y su putita entreguen al afortunado capullo o capulla un pase gra-tuito de un a?o de duración.

 

La gente disfrazada gritó entusiasmada y un buen pu?ado de clientes se cayó camino de la fila. Marshal estaba de pie junto a Jon, y aunque la expresión de sus rostros evidenciaba que no les hacia ninguna gracia vernos juntos, ambos intentaban obtener información el uno del otro. Marshal casi parecía peque?o al lado de la altura sobrenatural del detestable elfo que se ocupaba de la mayoría de las cuestiones administrativas de Trent, y yo le hice un gesto con la mirada para intentar decirle que no había sido idea mía.

 

—?Y por qué no viene a verme él? —dije cuando pudo oírme por encima del bullicio. De repente todo cobró sentido—. ?Maldita sea, Trent! —dije casi entre dientes—. No eres más que un estúpido hombre de negocios. Cuando te dije que no iría a siempre jamás, lo mandaste a él, ?verdad?

 

La habitual flema de Trent se transformó en rabia. Detrás de él, Aston, el propietario del local, accedía a la pista con los patines puestos y una mujer mo-rena colgada del brazo. Tenía una cintura de avispa y unos pechos descomunales que, si duda alguna, eran fruto de un hechizo para aumentarlos. Los dos habían estado bebiendo, pero Aston había sido campeón olímpico de patinaje y, por la pinta, su acompa?ante debía de haber sido una estrella del Roller Derby, de modo que, probablemente, patinaba mejor borracha que sobria. Los hechizos para combatir el dolor estaban prohibidos en ese tipo de competiciones, pero el alcohol no.

 

El ruido del público aumentó considerablemente cuando pasaron junto a los clientes disfrazados y la gente gritaba sus opiniones de cómo debía acabar el concurso. Yo rodeé a Trent antes de que aprovechara la oportunidad para escabullirse sin dejar que le expresara lo que pensaba.

 

—?Estuvo en siempre jamás y regresó con una maldición? —lo acusé—. No tienes ni idea de lo que estás haciendo. Deberías dejar los asuntos demoníacos en manos de profesionales.

 

Trent se puso pálido y la barbilla empezó a temblarle de rabia.

 

—Lo hubiera hecho, pero los profesionales tienen miedo, Morgan, y son demasiado cobardes para hacer lo que es necesario.

 

Furiosa, me acerqué a su cara.

 

—?No te atrevas a llamarme cobarde nunca más! —le espeté.

 

No obstante, Trent respondió a mi rabia con la suya.

 

—?Yo no mandé a Quen a siempre jamás! —dijo con sus finos cabellos flotando en el aire—. Que yo sepa, nunca ha estado allí. Lo que le ha sucedido es una consecuencia directa de tu incompetencia. Tal vez sea esa la razón por la que quiere verte. Para decirte a la cara que dejes de vivir del nombre de tu padre, que abras un bonito puesto de hechizos en el mercado de Findley y que te olvides de intentar salvar el mundo.

 

Me sentía como si me hubieran dado un pu?etazo en la garganta.

 

—?No metas a mi padre en esto! —le dije, casi entre dientes.

 

En ese mismo instante cayó sobre nosotros la potente y cálida luz de un foco.

 

—?Felicidades! —gritó el se?or Aston arrastrando las palabras. Entonces me di cuenta de que todo el mundo estaba mirándonos y aplaudían con entusias-mo—. ?Ha ganado el premio al mejor disfraz!

 

Estaba hablando con Trent, y este se desprendió de su enfado, adquirió un equilibrio emocional a una velocidad envidiable y estrechó la mano del propietario del local con una serenidad de a?os de práctica, sonriendo mien-tras intentaba ordenar las ideas y entender lo que estaba pasando. Aun así, por detrás de su expresión de agrado, se percibía un destello de la rabia que sentía hacia mí. La joven belleza de los pechos falsos, que llevaba una cinta de entradas alrededor del cuello, soltó una risita y nos sorprendió a mí y a un desconcertado Trent dándole un sonoro beso en la mejilla que le dejó las marcas del pintalabios.

 

—?Cómo se llama, se?or Kalamack? —preguntó Aston haciendo grandes aspavientos hacia el público.

 

Trent se inclinó hacia mí por delante de Aston. Sus verdes ojos estaban prácticamente negros del cabreo.

 

—Quen ha preguntado por ti.

 

Al oír sus formales palabras, el miedo se apoderó de mí. ?Oh, Dios! Era la segunda vez en mi vida que escuchaba aquella frase. La primera fue en la en-fermería del instituto. Ni siquiera me acordaba de la carrera hasta el hospital para llegar justo en el momento en que mi padre soltaba su último aliento.

 

—Un fuerte aplauso para el se?or Quen —gritó Aston haciendo que el al-tavoz se acoplara—, ganador del concurso de disfraces de este a?o. Y ahora, los que tengan miedo de la oscuridad y de las criaturas de la noche, que se vayan a casa. Para los demás, ha llegado la hora de la diversión.

 

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