Sus manos vacilaron apenas un segundo antes de coger las mías, pero yo lo percibí y el miedo se hizo aún más intenso.
—Sigues siendo la misma persona que eras en el momento en que tu madre alumbró —sentenció Ceri—, y si tienes la capacidad de hacer magia que na-die más puede hacer, deberías recibir la formación adecuada para lograr cosas donde otros han fracasado. Tener un poder fuera de lo común no corrompe a la gente, solo hace que salga a la luz quiénes son realmente, y tú, Rachel, eres una buena persona.
Yo me aparté y ella dio un paso atrás movida por la culpa. De pronto, en contra de mi voluntad, una desagradable sensación de desconfianza se apoderó de mí y me dije a mí misma que tenía que desterrarla de inmediato. No podía permitir que dejara de ser mi amiga.
—Prométeme que no se lo dirás a Quen —le pedí. Cuando vi que vacilaba, a?adí—: Por favor, Ceri. Si realmente soy diferente, no quiero que todo el mun-do se entere. Déjame que sea yo quien decida si quiero decirlo, y a quién. Te lo ruego. De lo contrario me convertiré en… un simple títere en manos de otros.
Con expresión abatida, Ceri entrelazó las manos y, lentamente, asintió.
—No se lo diré a nadie —dijo en un susurro.
De inmediato toda la tensión que sentía se acumuló en mi garganta, como si fuera un pedazo de plomo. Entonces miré hacia la superficie de mármol donde se acumulaban todos los utensilios necesarios para la realización del hechizo y, con una sensación de cansancio al pensar en que estaba renunciando a la opor-tunidad de llevar una vida normal, me puse de pie. Mi reflejo en el envejecido espejo del tocador me devolvió la mirada. Entonces respiré hondo y pregunté:
—?Quieres mostrarme primero cómo se hace?
Ceri se movió, colocándose de manera que pude ver su reflejo en el espejo.
—Yo no puedo hacerlo, Rachel.
Genial.
Fue como si se hubiera cerrado una puerta a mis espaldas. Ante mí había solo una gran oscuridad, amplia y aplastante, pero necesitaba creer que en algún momento de mi futuro me aguardaba un final feliz. Esta soy yo, pensé con una abrumadora sensación de irreversibilidad. Luego me limpié las manos en los vaqueros y me dirigí al tocador con decisión. Ha llegado la hora de averiguar lo que soy capaz de hacer.
La vela que había en el tocador se reflejaba en el espejo, haciendo como si fueran dos. A un lado se encontraba el trozo de tiza, el disco de metal, un ovillo de hilo de bramante, una aguja para hacer punciones y un frasco de aceite de semillas de uva. Tenía también allí mi libro de texto de líneas luminosas, abierto por el final, donde se encontraban la docena de páginas en blanco para hacer anotaciones. En la parte superior de una de ellas había escrito, de mala manera: ?Hechizo de luz de Ceri?, y unos dibujos que representaban los movimientos de las manos y las palabras en latín que debían acompa?arlos, escritas tal y como sonaban. Sabía que a Ceri le indignaba que no supiera suficiente latín como para leerlo directamente, pero durante los últimos dos a?os había tenido que centrarme en otros asuntos y, al parecer, la cosa no tenía visos de cambiar. Aun así, no me habría venido mal una clase sobre los gestos de las manos.
—Veamos —dijo Ceri colocándose nerviosamente detrás de mí. Yo observé el reflejo de su rostro iluminado por la luz de la vela y me pregunté cómo se suponía que iba a ense?arme un hechizo que ella misma no era capaz de hacer. El aroma a canela y a seda se mezcló con el de la vela de arrayán brabántico y el olor a hierro de la campana que pendía sobre nuestras cabezas. Aquello me recordó a la gárgola pero, cuando levanté la vista, comprobé que seguía dormida.
—Deberíamos atar tu anillo de metal para conseguir una bonita esfera, en lugar de solo media, dentro del tocador —a?adió con una forzada alegría que hizo que me doliera la cabeza—. Una vez listo, no podrás tocarlo, de lo contrario romperás el hechizo.
—?Como un círculo cualquiera? —aventuré.
Ceri asintió y, de repente, parpadeó sorprendida al descubrir la gárgola.
—?Eso es…? —balbució con cara de asombro.
—Una gárgola —dije yo, ayudándola a terminar la frase—. Apareció ayer. Jenks está cabreado, pero lo único que hace es dormir. —Entonces vacilé—. ?Deberíamos hacer esto en algún otro sitio?
Ceri esbozó una misteriosa sonrisa y negó con la cabeza.
—No. Según mi abuela, traen suerte. Está muy bien donde está. También decía que los pixies son a los elfos lo que las gárgolas a las brujas.