—?Vas a viajar?
—Creo que podría. Y, no sé, tal vez perseguir la luna.
Se inclinó hacia mí, ya que ambos estábamos sentados en la encimera, y me besó suavemente en los labios.
—Creo que es una gran idea.
Dejé el resto del bocadillo y enrosqué los dedos en su cuello, sintiendo el calor de su piel en mis dedos fríos. Sinceramente, me apetecía otra cosa.
—?Quieres volver a mi apartamento?
—Sólo —respondió, mientras una sonrisa torcida curvaba sus labios—, si puedes adivinar mi color favorito.
—Bueno, eso es fácil —dije, y me incliné hacia él para susurrarle la respuesta al oído.
Soltó una carcajada y le brillaron los ojos.
—?Estoy en lo cierto, James Iwan Ashton? —pregunté, sabiendo ya que lo estaba. Al principio, no había estado muy segura de cuál era su color favorito, pero resultó que lo había estado diciendo todo este tiempo, repitiéndolo, una y otra vez, cada vez que pronunciaba mi nombre.
Porque su color favorito era el mismo que el mío.
El Monroe estaba tranquilo aquella tarde. El cielo brillaba con las últimas gotas de luz solar, arrojando rosas y azules por el horizonte, mientras guiaba a Iwan hacia el interior del edificio de doce plantas donde criaturas de piedra sostenían los aleros y los vecinos tocaban musicales con sus violines. Earl estaba en la recepción, leyendo a Agatha Christie, y se animó con un gesto de la mano, y volvió a ella mientras nos apresurábamos hacia el ascensor.
—No sabes cuántas veces he pasado por delante de este edificio esperando verte —me dijo mientras entrábamos—. Tenía medio miedo de que ese hombre acabara reconociéndome.
—Es un milagro que no nos encontráramos después del taxi —coincidí—. ?Qué habrías hecho tú?
Se mordió el labio inferior.
—Muchas cosas que probablemente estén mal vistas en la sociedad educada.
—Oh, ahora estoy muy interesada… Levanta la vista —a?adí, y cuando lo hizo, le susurré, y mi yo del espejo le susurró al suyo medio segundo después, y sus ojos se abrieron de par en par al oír las palabras. Me miró mientras el color le subía por el cuello y le te?ía las mejillas, haciendo que sus pecas casi resplandecieran. Le vi pasarse la lengua por los dientes de abajo, con la boca ligeramente entreabierta.
—De verdad —murmuró.
Me encogí de hombros. La puerta del ascensor se abrió en la cuarta planta.
—Tal vez —dije, esbozando una sonrisa secreta, y tiré de él para sacarlo del ascensor y llevarlo por el pasillo. Pasamos junto a filas y filas de puertas carmesí con aldabas en forma de cabeza de león. Frente a la puerta del apartamento B4, tiró de mí y me envolvió en sus brazos, apretó mi espalda contra él y atrapó mi boca con la suya. Besó con fervor, como si llevara a?os esperando un trago.
—Nunca lo superé —murmuró, separándose el tiempo suficiente para respirar.
Deslicé mis manos por su pecho.
—?Qué?
—Qué bien besas. En los últimos siete a?os —continuó, apoyando su frente en la mía—, he tenido tantas citas, he besado a tanta gente, he intentado enamorarme una y otra vez, y solo podía pensar en ti.
No sabía qué decir.
—?Los siete a?os?
—Dos mil quinientos cincuenta y cinco días. No es que llevara la cuenta —a?adió, porque estaba claro que la llevaba, y eso alegró mucho a las mariposas de mi estómago. Siete a?os, siete a?os enteros.
Susurré:
—Al menos no tienes que esperar un día más.
Sonrió, amplio y torcido. Y volvió a apretar sus labios contra los míos. Suavemente, saboreándolos.
—No —murmuró contra mis labios, plantándome otro beso en la comisura de los labios—. Pero la espera valió la pena, Lemon.
—?Dilo otra vez? —murmuré, porque aún me encantaba cómo decía mi apodo con su suave acento sure?o.
Lo sentí sonreír contra mi boca, mientras su mano se acercaba a mi cara y volvía a besarme, como si no tuviera suficiente, y sinceramente, podría pasarme el resto de mi vida siendo besada por él. Su boca se quedó contra la mía, esta vez más profunda, más hambrienta. Se inclinó hacia mí y sus manos se dirigieron a mis caderas. Recorrí con los dedos la hilera de botones de su camisa antes de deslizarlos entre dos de ellos, cerca de su estómago, rozando su piel con las yemas de los dedos. Podía perderme en este momento, sin guías de viaje ni itinerarios.
Hasta que recordé:
—Aún estamos en el pasillo.
—?Estamos? —Me besó la mejilla.
—Sí.
Otro beso en mi sien, en mi nariz, volviendo a revolotear contra mi boca.
—Supongo que deberíamos entrar.
—Probablemente. —Y tiré de él para besarlo de nuevo, y entonces abrí la puerta de mi apartamento, y caímos dentro, un lío de brazos y miembros. Nos quitamos los zapatos al cerrarse la puerta y nos empujamos por el pasillo. Me pasó los brazos por la espalda y me levantó. Rodeé su cintura con las piernas y tiré de él para acercarlo. Mis dedos se enroscaron en su pelo casta?o. Era como un co?ac que quería beber en un día despejado de verano, una tarde dorada en la que quería perderme, una velada con pizza de cartón y tarta de limón que nunca volvía a ser la misma…
Me sentó en la encimera de la cocina y me besó en el cuello.
—La planta es nueva —murmuró, echando un vistazo al pothos del mostrador.
—Se llama Helga. No le importará.
Se rio contra mi piel.
—Bien. Me mordisqueó el hombro, sus dedos se deslizaron bajo mi falda, la bajó y me la quitó de un tirón. Luego me desabrochó los botones de la blusa y me plantó un beso entre los pechos.
Le desabroché los botones uno a uno, trazando la marca de nacimiento en forma de media luna de su cuello antes de continuar… y luego me detuve. Palpé un tatuaje nuevo que no había visto nunca. Enarqué las cejas.
—?Cuándo te lo hiciste?
Miró el tatuaje y luego me miró tímidamente.
—Hace unos siete a?os. Ahora está un poco descolorido…
—Es una flor de limón.
—Sí —respondió, mirándome a los ojos, escrutándolos. Se había tatuado una flor de limón sobre el corazón.
—?Qué le dices a la gente, cuando te preguntan por ello?
Su timidez se fundió en una sonrisa, cálida y pegajosa como el chocolate.
—Les hablo de una chica de la que me enamoré en el lugar adecuado pero en el momento equivocado.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—?Y qué les vas a decir ahora?
—Que por fin hemos acertado.