The Seven Year Slip

Hace siete a?os, me habría sentido fatal por él. Tenía veintidós a?os y acababa de sufrir mi primer desenga?o amoroso de verdad. Me había pasado el verano de juerga con mi tía, besando a todos los chicos extranjeros que conocía en bares sombríos. El amor no era algo que buscara, era algo que hacía una y otra vez para intentar olvidar al chico que me rompió el corazón. Apenas recordaba su nombre ahora: Evan o Wesley, algo de clase media y suburbana, que conducía un coche ecológico, con los ojos puestos en la facultad de Derecho.

Hace siete a?os, yo era otra persona totalmente distinta, probándome diferentes sombreros para ver cuál me quedaba mejor, con qué piel me sentía cómoda compartiendo.

Hace siete a?os, él era ese lavaplatos de ojos brillantes con jabón bajo las u?as, que llevaba camisas demasiado largas, intentando encontrar su sue?o, y en el presente, era lustroso y seguro de sí mismo, aunque cuando sonreía, se le veían las grietas, y eran grietas que probablemente la mayoría de la gente no quería ver. Pero yo también las quería.

Eso era amor, ?no? No era una gota rápida, era enamorarse una y otra vez de tu pareja. Era caer a medida que se convertían en nuevas personas. Era aprender a existir con cada nuevo aliento. Era incierto e innegablemente duro, y no era algo que pudieras planear.

El amor era una invitación a lo salvaje desconocido, un paso a la vez juntos.

Y amaba tanto a este hombre, que necesitaba dejarlo ir. A este él. El de mi pasado.

Porque el de mi presente era igual de encantador, aunque un poco desgastado, pero también un poco más, y ahora me sentía tan tonta porque lo había estado comparando con ese hombre que había conocido en el pasado. Había imaginado que sería como este Iwan, solo que más viejo. Pero todos cambiamos.

—Pero entonces, ?quién seré dentro de siete a?os, cuando me encuentres? —preguntó, inseguro, como si temiera a la persona que conocería.

Pero no había de qué preocuparse.

—Tú —le dije, agachándome para presionar mi frente contra la suya, empapándome de cada detalle de este Iwan de antes, de este chico al que aún no le habían roto el corazón, que aún no sabía la letra de ese tipo de canciones. Quería abrazarlo. Quería envolverlo en una manta y transportarlo a través de todo eso. Quería estar a su lado, quería estar al lado de él. Pero no lo haría. No por mucho tiempo.

—Vas a viajar por el mundo —le dije—. Vas a cocinar mucho y vas a absorber culturas y comidas e historias como un girasol bebe al sol. Y creo que la gente verá una chispa en ti, y tu pasión por lo que haces, y algún día harás recetas sobre las que la gente escribirá en revistas, y recibirás invitados de todas las clases sociales, y harás buena comida, y se enamorarán de ella. De ti.

Una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Así que me has conocido en el futuro.

—Sí —respondí, y memoricé la forma en que su mejilla se sentía rasposa por su barba de un día, el suave surco en sus cejas como si estuviera tratando de no llorar.

—Y tú —le susurré, una promesa para él—, vas a ser increíble.





Capítulo 38


  Fantasmas


Nos besamos por última vez, antes de que el reloj del microondas diera las cinco y él murmurara que tenía que irse. Le dijo a mi tía que saldría a las cuatro, y ya llevaba una hora de retraso, y aún tenía que ir a trabajar en el turno de tarde y llegar a su nuevo apartamento: —Te tomé la palabra, e intimidé a mi amigo (ya sabes, el que me contó la receta de las fajitas) para que se mudara a la ciudad conmigo. Estamos subarrendando un lugar en el Village.

Así que iba a vivir en dirección completamente opuesta a la mía durante los próximos siete a?os —en un restaurante griego de Greenpoint— antes de ocupar el apartamento de mi tía.

—Creo que podría funcionar —respondí, conteniendo una sonrisa.

—?Sí? Te tomo la palabra.

Nos quedamos un momento más en la puerta. Luego le puse las manos en el pecho y lo empujé hacia atrás.

—Vete —le dije—. Me verás de nuevo.

—?Seré tan guapo como ahora? ?Calvo? Oh, realmente espero no ser calvo.

Me reí y volví a empujarlo.

—Vete.

—Bien, bien —dijo sonriendo, y me tomó la mu?eca por última vez. Me besó el interior de la mano y me miró como si quisiera memorizarme—. Te veré dentro de unos a?os, Lemon. ?Me lo prometes?

—Te lo prometo… ?Y, Iwan?

—?Sí?

—Lo siento.

Frunció el ce?o.

—?Por qué?

Pero me limité a sonreírle, aunque un poco avergonzada y un poco triste, porque cuando volviera a verlo, estaría tan absorta deseando que volviera a ser quien había sido que no vería en quién se había convertido. ?l volvería a verme, pero yo no sabía si lo haría.

Eso era todo. Este último momento con mi mu?eca envuelta en su mano, la luz de la tarde entrando por las ventanas, brillante y estancada de una forma que solo la luz de agosto podía ser, que hacía brillar su pelo de rojos y rubios.

?Creo que te quiero?, quería decir, ?pero no a este Iwan?.

Me besó por última vez, en se?al de despedida, y se marchó para tomar un taxi que acabaría compartiendo con una chica que no estaba muy segura de quién quería ser, y que no lo sabría en a?os. Intercambiarían charlas triviales, y él se enteraría de un secreto, y luego se despedirían en Washington Square Park.

La puerta se cerró y medio esperaba que el apartamento me catapultara al presente, pero la cocina estaba en silencio y las palomas arrullaban en el alféizar de la ventana, así que me quedé allí un largo rato, con los ojos cerrados, y existí un último momento en una época en la que mi tía estaba viva.

Cuando murió por primera vez, pensé en cómo sería recoger mi vida y marcharme. Correr con mi tristeza por el mundo, y ver quién ganaba. Pero nunca podría correr lo suficientemente lejos, no realmente.

La echaba de menos cada día. La echaba de menos de un modo que aún no comprendía, de un modo que no descubriría hasta pasados muchos a?os. La echaba de menos con un profundo pesar, aunque no hubiera podido hacer nada. Nunca quiso que nadie viera el monstruo que llevaba en el hombro, así que lo escondió, y cuando por fin se la llevo de la mano, nos rompió el corazón.

Seguía rompiéndonos el corazón, a todos los que la conocíamos, una y otra y otra vez. Era el tipo de dolor que no existía para ser curado algún día con palabras bonitas y buenos recuerdos. Era el tipo de dolor que existía porque, en otro tiempo, ella también existía. Y llevé ese dolor, y ese amor, y ese terrible, terrible día, conmigo. Me sentí cómoda con ello. Caminé con él.

A veces la gente a la que querías te dejaba a medias.

A veces te dejaban sin despedirse.

Y, a veces, se quedaban en peque?as cosas. En el recuerdo de un musical. En el olor de su perfume. En el sonido de la lluvia, y en el ansia de aventura, y en el anhelo de ese espacio liminal entre una terminal de aeropuerto y la siguiente.

La odié por irse y la amé por quedarse todo el tiempo que pudo.

Y nunca le desearía este dolor a nadie.

Caminé por su apartamento una última vez, recordando todas las noches que pasé en su sofá, todas las ma?anas que me cocinó huevos, el esmalte de u?as en el marco de la puerta para marcar mi altura, los libros en su estudio. Pasé los dedos por los lomos llenos de caras que habíamos conocido e historias que habíamos oído.

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