Lo peor de renunciar a mi trabajo, sin embargo, fue descubrir cómo decírselo a mis padres, que destacaban en todo lo que hacían. Mis padres, que nunca renunciaban a nada. Mis padres, que me habían inculcado esa misma ética.
Mis padres, que exigieron celebrar mi cumplea?os este fin de semana, como siempre hacían.
Mis padres, a los que dije que sí porque los quería y no quería decepcionarlos.
Y me temía que lo haría de todos modos.
—?Cari?o! —llamó mamá, haciéndome se?as para que me acercara a la mesa donde se sentaban ella y papá, aunque yo ya podía caminar hasta la mesa con los ojos vendados. Todos los a?os venían a la ciudad el fin de semana de mi cumplea?os. Pedían la misma mesa en el mismo restaurante el mismo sábado antes de mi cumplea?os y siempre acababan pidiendo exactamente la misma comida. Era una especie de tradición que se remontaba hasta donde yo podía recordar, un ritual a estas alturas.
Almorzábamos en una cafetería adorable de la calle Ochenta y Cuatro llamada Eggverything Café, donde mi madre pedía el número dos: dos tortitas, dos huevos al sol y dos salchichas quemadas. No cocidas, sino quemadas. Y mi padre pedía el egglet supreme, que no era más que una tortilla con pimientos y champi?ones y tres tipos diferentes de queso, sin cebolla, y una taza de café descafeinado. Yo solía jugar a que nunca pedía lo mismo dos veces, pero después de venir aquí durante casi treinta a?os, eso ya era imposible.
Si mi tía era el tipo de persona que siempre intentaba algo nuevo, mis padres destacaban en lo monótonamente mundano, una y otra vez.
Era su encanto. Un poco.
Cuando me acerqué a su mesa, papá se levantó y me dio un fuerte abrazo de oso, con su barba rasposa contra mi mejilla. Era un hombre corpulento al que se le daban de maravilla los abrazos, de los que rompen la espalda. Me levantó y me hizo girar, y cuando me dejó en el suelo, éste se inclinó un poco.
—?Hija! —gritó, y su voz bramó—. ?Ha pasado una eternidad!
—?Mírate! Pareces tan cansada —a?adió mamá, sujetándome la cara y plantándome un beso en la mejilla—. Necesitas dormir más, jovencita.
—Han sido unas semanas extra?as en el trabajo —admití, mientras nos sentábamos todos a comer.
—Bueno, ?ya estás aquí! Y como cumplea?era, no vas a pensar en trabajar en las próximas… —Mamá consultó su smartwatch—, cuatro horas por lo menos.
?Cuatro?
—No pongas esa cara de entusiasmo —a?adió papá con ironía, porque una expresión de sufrimiento debió de cruzar mi rostro—. Nunca vienes a ver a tus padres, así que siempre tenemos que hacer el largo viaje a la ciudad para verte.
—No es tanto tiempo —les dije—. Vives en Long Island, no en Maine.
Mamá me hizo un gesto para que lo dejara.
—Deberías venir de visita más a menudo de todos modos.
La camarera recordaba nuestras caras y ya sabía lo que habían pedido mi madre y mi padre, y me miró expectante, dispuesta a que probara algo nuevo, pero al hojear el menú me di cuenta de que ya había probado todo lo que había.
—?Qué tal los gofres de arándanos?
Sus cejas se alzaron.
—?No pediste eso la última vez?
—Lo probaré con ese sirope de arce de Vermont que tienes —enmendé—, y el café más grande que puedas conseguirme. —Lo anotó en su libreta y se fue volando.
Mi madre entablaba conversaciones triviales comentando la nueva tapicería de los asientos del tren en el trayecto hasta aquí, y cómo las obras en su tramo de la LIE se estaban eternizando, y cómo había tenido que cambiar de médico, que no sabía nada de sus medicamentos… A mamá se le daba muy bien quejarse. Lo hacía a menudo y con mucho gusto, y mi padre había aprendido muy pronto a limitarse a asentir y escuchar. Mamá era un universo aparte del de su hermana. Eran polos opuestos de una misma moneda, una cansada de las cosas nuevas, la otra buscándolas allá donde fuera.
Se me había hecho un nudo en el estómago, porque en algún momento iban a preguntarme por mi trabajo, y en algún momento…
—Bueno —dijo papá—, ?cómo va lo del libro?
Demasiado pronto. Llegó demasiado pronto.
—Yo…
La camarera nos trajo la comida, lo que distrajo de inmediato a mis padres, que por suerte siguieron hablando de cómo debía de haber un nuevo chef en la parte de atrás, porque los huevos de mamá no estaban cocinados como ella recordaba. Probé mis gofres de arándanos, que me parecieron bastante buenos, sobre todo untados con sirope de arce de Vermont. Mis padres me preguntaron cómo estaba el apartamento y yo les pregunté por el condominio para pájaros de papá (una serie de casitas para pájaros apiladas como un complejo turístico de dise?o; le dije que si lo construía se encontraría plagado de palomas, pero no me creyó hasta que, he aquí, se encontró plagado de palomas).
Cuando terminamos de comer, mamá se excusó para ir al ba?o y papá acercó su silla un poco más a mí, robándome el último bocado de gofre de arándanos.
—Sabes que tu madre no quería decir eso, que pareces cansada.
Le di la vuelta a mi cuchillo de mantequilla y miré mi reflejo. Cualquiera podía ver que mis padres y yo éramos parientes: tenía la nariz rojiza de papá, sus suaves ojos marrones y el ce?o fruncido de mamá. Nunca tuve mucho de la tía Analea, aunque quizá por eso intentaba parecerme tanto a ella.
—No parezco tan cansada, ?verdad?
—?No! —contestó rápidamente, por los a?os que mamá misma le había tendido esa trampa—. Por supuesto que no. Por eso he dicho que no. Pareces feliz, en realidad. Contenta. ?Pasó algo bueno en el trabajo?
Ladeé la cabeza, pensando en una respuesta. Supongo que era el mejor momento para decírselo.
—En realidad… dejé mi trabajo.
Papá se quedó con la boca abierta. Parpadeó con sus grandes ojos marrones.
—Em… ?tienes una oferta en otro sitio?
—No.
—Entonces…
—Sí. —Desvié la mirada—. Sé que fue una decisión estúpida, pero… Este verano me di cuenta de que no era muy feliz donde estaba, y sé que no fue inteligente, pero en el momento en que cedí mis funciones en dos semanas, sentí que este nudo en medio de mi pecho se deshacía. Fue un alivio. —Le devolví la mirada, con la esperanza de que lo entendiera, aunque no hubiera dejado nada en toda su vida.
Se lo pensó durante medio minuto. Eso era lo que más me gustaba de mi padre. Era amable y paciente. Equilibraba a mi madre, que era ruidosa, rápida y grandilocuente, así que siempre me gustaba contarle primero a mi padre las grandes noticias antes de sorprender a mamá.
—Creo que nada dura para siempre. Ni lo bueno ni lo malo. Así que busca lo que te haga feliz y haz todo lo que puedas.
Dejé el cuchillo de mantequilla y puse la servilleta sobre el plato.
—?Y si no puedo encontrar eso?