—Puede que no —respondió—, pero también puede que sí. No sabes lo que te depara el futuro, cari?o. —Me frotó la cabeza como hacía cuando era peque?a y me gui?ó un ojo—. No pienses demasiado en ello, ?bien? Tienes algunos ahorros…
—Y puedo vender el apartamento de Analea —a?adí en voz baja.
Sus cejas se alzaron.
—?Estás segura?
Asentí con la cabeza. Llevaba un rato pensándolo.
—No quiero vivir allí para siempre. Me siento demasiado cerca de ella, y estoy cansada de vivir en el pasado.
Un poco literalmente, también.
Se encogió de hombros y volvió a sentarse en su silla.
—Entonces ahí tienes, y tu mamá y yo estaremos aquí si alguna vez necesitas algo… ?Ah! ?Mi amor! —agregó con un sobresalto cuando se dio cuenta de que mamá estaba de pie detrás de nosotros y probablemente lo había estado por un tiempo—. ?Cómo, ja, ja, cuánto tiempo llevas ahí?
Se alzaba sobre nosotros y dirigió su aguda mirada hacia mí. Oh, no.
—Lo suficiente —dijo crípticamente.
Papá y yo nos lanzamos la misma mirada, un pacto silencioso de que desenterraríamos a la otra persona si mamá decidía arrojar a uno de nosotros a una tumba sin nombre.
Entonces mamá se sentó en su silla, se volvió hacia mí y me tomó la cara entre las manos —tenía los dedos largos y bien cuidados, de color rosa a juego con las flores de su blusa— y me dijo: —?Has dejado el trabajo, Clementine?
Dudé, con las mejillas aplastadas entre sus manos.
—?S… sí…?
Entrecerró los ojos. Antes de jubilarse, era terapeuta conductual, y empleaba muchas de esas habilidades para manejarnos a mi padre y a mí. Luego me soltó la cara y dio un suspiro cansado.
—?Vaya! Este no era el giro argumental que esperaba.
—Lo siento…
—No lo hagas. Me alegro —a?adió, y tomó mi mano entre las suyas frías. Sus manos me recordaban a las de tía Analea. Mamá y yo nunca coincidimos, y aunque yo intentaba parecerme a ella, acababa siendo más como su hermana—. Por fin estás haciendo algo por ti, cari?o.
Eso me sorprendió.
—Pensé que estarían enfadados.
Mis padres se miraron desconcertados.
—?Enfadados? —repitió mi madre—. ?Por qué íbamos a estarlo?
—Porque estoy renunciando. Me rindo.
Mamá me apretó las manos.
—Cari?o. No te estás rindiendo. Estás intentando algo nuevo.
—Pero tú y papá siempre encuentran la manera de hacer que algo funcione. Hacen las cosas una y otra vez, incluso cuando se pone difícil. —Parpadeé para contener las lágrimas que me escocían en los ojos. Por supuesto que me encontraría con una crisis de los cuarenta en el Eggverything Café, donde todos los camareros llevaban gráficos de huevos salpicados en la parte delantera de sus camisas y juegos de palabras con huevos en sus etiquetas de identificación—. Me siento fracasada por no ser capaz de seguir adelante.
—No lo eres. Eres una de las personas más valientes que conocemos.
Papá estuvo de acuerdo:
—Diablos, tuviste una conversación con un desconocido en un taxi y decidiste ser publicista de libros. Eso es más valiente que cualquier cosa que yo pudiera hacer. Me pasé diez a?os decidiendo ser arquitecto.
Era cierto. Había tomado un taxi con un desconocido de la Monroe el día que volví de aquel verano en el extranjero, y me preguntó por el libro que llevaba: había sido la guía de viajes en la que había pintado todo el verano en el extranjero.
Mamá dijo:
—Serás más feliz cuando estés en tu propia aventura. No la de Analea, ni la de quienquiera que sea tu pareja, ni la de todos los que piensan que deberías hacer lo que se supone que debes hacer: la tuya. —Luego dio una palmada e indicó al camarero que nos trajera la cuenta—. ?Ya casi hemos terminado! ?Quién quiere tomar un helado de celebración de cumplea?os después de esto del carrito que hay frente al Met e ir a dar un paseo por el parque? —preguntó, con los ojos brillantes, porque era exactamente lo mismo que habíamos hecho para… bueno, ya sabes. Metí sus palabras en la materia blanda de mi corazón, y seguí a mis padres por sándwiches de helado congelado, y paseamos por el parque en este glorioso sábado dorado de principios de agosto, fingiendo que no hacía demasiado calor ni había demasiada luz, aunque ya lo habíamos hecho miles de veces.
Había algo agradable en volver a hacerlo, sentarse en los mismos bancos del parque, dar de comer a los mismos patos en el estanque, tan trillado y natural. No seguro, en realidad, porque cada viaje era diferente, pero familiar.
Como encontrarse con un viejo amigo siete a?os después.
Capítulo 37
El último adiós
Después de despedirme de mis padres en la estación de tren, me fui a casa. Al apartamento de mi tía.
A mi apartamento.
El cambio no siempre era algo malo, como mi tía se había convencido de creer. Tampoco era siempre bueno. Podía ser neutro, podía estar bien.
Las cosas cambiaron, la gente cambió.
Yo también cambié. Se me permitió hacerlo. Quería hacerlo. Lo hice.
Había algunas cosas que no cambiaban: el Monroe, por ejemplo. Siempre me quedaba sin aliento cuando me acercaba a él, parecía el protagonista de una serie de libros infantiles sobre una ni?a. Quizá se llamara Clementine. El edificio siempre tenía un portero, un se?or mayor llamado Earl, que sabía el nombre de todos los vecinos y siempre los saludaba. El ascensor siempre olía como si alguien se hubiera olvidado la comida, y el espejo del techo siempre te miraba una fracción de segundo demasiado tarde, y la música siempre era horrible.
—Estarás bien —le dije al reflejo, y ella pareció creerlo.
El ascensor se detuvo en la cuarta planta. No recordaba cuántas veces había hecho rodar las maletas por aquel pasillo, con las ruedas enganchadas en cada nudo y abolladura de la moqueta. Llevaba el pasaporte en la mano y un montón de guías de viaje en la mochila. Siete a?os atrás, acababa de volver a casa de nuestro viaje por Europa, cansada y desesperadamente necesitada de una ducha; el resto de mi vida se extendía ante mí como las partes buenas de una novela que el autor aún no había escrito y no sabía cómo hacerlo.
Me licencié en Historia del Arte, algo que en realidad no tenía un único camino. Había pensado en opositar a comisaria. Había reflexionado sobre convertirme en una galerista. Quizás intentar un programa de posgrado. Pero nada de eso me atraía. Pensé que nada lo haría. Me había pasado todo el verano ojeando un viejo y andrajoso ejemplar de The Quintessential European Travel Guide que había birlado de una tienda de segunda mano en Londres, grabando paisajes sobre las trampas turísticas y los restaurantes recomendados.