—Voy a celebrar cada cosa buena que se te presente.
El encargado de la habitación, que había empezado a caminar hacia nosotras, decidió que no valíamos la pena, se dio la vuelta y se marchó de nuevo a su percha junto a la puerta.
Drew dijo:
—Eres una amenaza.
—Me quieres.
—Lo hacemos —aceptó, y sus ojos volvieron a bajar hacia el paquete—. ?Vienes a buscarnos cuando termines?
—Lo prometo.
—Bien, bien. —Y se fue de nuevo a buscar a Fiona.
Cuando se marchó y el silencio volvió a apoderarse de la galería, me quedé mirando el paquete que había en el banco de al lado. Era peque?o, del tama?o de una postal, así que era fácil que se perdiera. Llevaba media docena de sellos de aduanas, en los que se detallaba su largo y angustioso viaje. Era casi imposible que volviera a mí, pero así fue.
Mis dedos se deslizaron bajo el papel marrón del paquete y finalmente lo abrí. Era una guía de viajes de Islandia. ?vint?ri Bí?ur, de Ingólfur Sigur?sson. Cuando lo puse en Google, se tradujo como ?La aventura espera?.
Y había metido una carta dentro:
?Para detallar nuestro viaje del a?o que viene! Lo encontré en una peque?a librería de segunda mano en Canterbury, Inglaterra.
Con amor, AA
Se me torció la boca y se me llenaron los ojos de lágrimas. Lo había estado planeando aunque, al final, no estaba muy segura de querer ir.
Cerré la carta y la volví a meter en el libro del viaje que nunca haría, y volví los ojos hacia Van Gogh.
Nunca sabría si quería irse o no, si fue accidental o intencionado, pero preferí creer que, en otro universo, estábamos subiendo a un avión rumbo a Islandia, ella con su abrigo de viaje azul empolvado, el pelo recogido en una bufanda, dispuesta a hojear todas las novelas románticas que había cargado en su kindle, y yo pintando escenas en ?vint?ri Bí?ur.
Me gustó esa historia. Era buena.
Pero… ésta también lo era. Un poco más triste, pero era mía, y aunque Islandia ya no estaba en la agenda, aún me esperaba la aventura, así que abrí la primera página, saqué el lápiz y empecé a dibujar a la familia con la ni?a al otro lado de la habitación. Sus padres la llevaban de la mano mientras ella tiraba de ellos de un cuadro a otro, contando los pájaros que había en cada uno de ellos. Si no había ningún pájaro, decía: —?Ninguno! —y seguía adelante, así que naturalmente dibujé una bandada de palomas detrás de ella.
Estoy segura de que mis amigas se arrastraban unas a otras por el Met, mirando las armaduras y las esfinges y los Rembrandts, mientras yo me sentaba feliz y dejaba que mi corazón se derramara en las páginas.
No me fijé en el hombre que se sentó a mi lado hasta que la ni?a se le acercó y le preguntó: —?Te gustan los pájaros?
—La mayoría —contestó afectuosamente—, aunque aún no estoy seguro sobre las palomas.
—?Me encantan las palomas! —jadeó, y se volvió hacia sus padres—. ?Mamá, papá, ahora vamos a contar las palomas de los cuadros! —Antes de llevárselos a rastras a la habitación contigua, en la que, lo sabía por experiencia, había un montón de cuadros con pájaros.
El hombre que estaba a mi lado se inclinó hacia delante, con las manos sobre las rodillas, mientras miraba los cuadros. Llevaba una camisa abotonada de color lavanda suave, con las mangas remangadas para dejar al descubierto los tatuajes que tenía en los brazos, colocados como a posteriori. Le eché un vistazo.
—?Iwan? —Su nombre era un susurro, temía haberme equivocado. Sin embargo, no parecía tan arreglado como antes. Sus rizos casta?os estaban alborotados, su camisa arrugada. Pero entonces me miró, con aquellos ojos pálidos de un gris tan encantador que ahora sabía cómo pintarlos, en tonos negros y blancos y cremas y dorados y azules, nacarados y suaves. Y entonces me sonrió, la misma sonrisa torcida del hombre que había conocido en aquel peque?o apartamento del Upper East Side, donde el tiempo chocaba como olas opuestas.
Acababa de abrir la boca para felicitarlo por elegir a Drew, la única elección correcta, intentando que sonara lo más sarcástica y juguetona posible, mientras trataba de disimular mi pesar, las grietas de un inminente desamor, cuando dijo: —Feliz cumplea?os, Lemon.
—?Qué? —Di un respingo.
Sacó un peque?o ramo de girasoles.
—Feliz cumplea?os.
Los tomé vacilante. Se había acordado de mi color favorito. Claro que sí, porque seguía siendo la misma persona, atenta y amable. Como siempre había sido. A pesar de todo lo que había cambiado, algo seguía igual.
—Lo siento —le dije—. No debí decir nada la otra semana, y menos en tu preinauguración.
—Tal vez —respondió, juntando las manos. Permanecimos sentados en silencio durante un momento, mirando los cuadros. Los turistas migraban a nuestro alrededor, la galería un suave rumor de murmullos.
—?Cómo sabías que estaría aquí? —pregunté después de un momento.
Me miró de reojo.
—Dijiste que lo harías. Cada cumplea?os. —Soltó una peque?a carcajada—. No sabes cuántas veces me he planteado venir aquí cualquier otro a?o. Sentado a tu lado, preguntándome si, tal vez, me reconocerías.
—?Del taxi? —pregunté.
Asintió con la cabeza.
—Pero siempre tuve demasiado miedo. Y entonces, cuando entraste en aquella reunión sobre libros… —Se llevó la lengua al paladar y sacudió la cabeza—. Intenté parecer tan genial para ti.
—Lo has conseguido. Quizá demasiado bien —a?adí.
Se rio entre dientes y se volvió hacia mí.
—?Te gustaría… ?te gustaría ir a cenar conmigo? Conozco un restaurante en NoHo. Ha cambiado un poco recientemente.
—No sé… ?Es bueno?
—Es decente —respondió, y después de pensarlo, a?adió—: Espero.
Se me dibujó una sonrisa en la cara. No pude evitarlo.
—Bueno, entonces creo que tenemos que ir a verlo por nosotros mismos —dije, y él se levantó y me tendió la mano, y sentí una especie de emoción familiar recorriendo mi cuerpo mientras aceptaba su mano, el tipo de sensación que tenía cuando corría detrás de mi tía por las terminales de los aeropuertos, rápido y sin aliento, con el mundo girando.
Era la sensación de algo nuevo.
Capítulo 40
Perseguir la luna
—Cierra los ojos —me dijo cuando salimos del Uber frente a su restaurante. La tarde se había convertido en un hermoso atardecer dorado y la luz de la calle se reflejaba en las ventanas del restaurante, así que no podía ver el interior.
—?Por qué? ?Vas a secuestrarme? —respondí, y él puso los ojos en blanco y me tapó los ojos con las manos para que no mirara—. ?Necesitas mi palabra de seguridad? Es sasafrás.
—Camina hacia delante, cuidado con el escalón —a?adió cuando pasé por encima de algo y entré en el restaurante. Oí la puerta cerrarse tras de mí. El restaurante era frío y silencioso; éramos los únicos que estábamos aquí, por el sonido de nuestros pasos mientras él me guiaba hacia el interior.