Iniciales en el lado izquierdo de su torso.
—Tres. Cuatro —a?adí, besando el manojo de hierbas que llevaba en el brazo izquierdo, atado con un cordel rojo.
Uno en el interior de su otro brazo, de una carretera llena de pinos.
—Cinco.
—Eres impresionantemente buena encontrándolos —murmuró mientras me deslizaba fuera de la mesa de la cocina y tiraba de él lentamente hacia el salón. Volvió a besarme y me mordisqueó el labio inferior.
—Nunca me echo atrás ante un desafío —respondí, y le di la vuelta, plantándole un beso en el cuchillo de carnicero de su omóplato derecho—. Seis.
El séptimo estaba en su antebrazo derecho, un rábano a medio cortar, deshaciéndose.
El ocho era peque?o, tan fácil de pasar por alto en su mu?eca, una constelación de puntos que formaban Escorpio. Por supuesto que era Escorpio.
—Cada vez es más difícil —se burló.
—Ahora sí —le contesté, y él se dio cuenta de lo que había dicho y soltó una carcajada, esta vez sonrojándose, y yo tiré de él hacia el pasillo, besándolo mientras lo empujaba a la cama y me subía encima de él. De hecho, estaba extremadamente excitado por mi juego, y eso era muy emocionante. El número nueve estaba metido justo encima de su clavícula, su marca de nacimiento en forma de media luna debajo. Era la línea de un latido, y cuando mordisqueé la piel allí, hizo un ruido que sonó, un poco, como si se estuviera deshaciendo.
Murmuró:
—Lástima que no encuentres el último.
Por supuesto que lo haría. No era más que una oyente atenta. Giré suavemente su cabeza hacia un lado, oyendo su respiración entrecortada, y aparté el pelo que se enroscaba alrededor de su oreja izquierda, plantando un beso en el batidor escondido allí.
—Diez —susurré—. ?Cuál es mi premio?
Arrugó la nariz.
—?Tomarías un lavavajillas?
—Alguien me dijo una vez que es el papel más importante en la cocina —le contesté.
—Puede que nunca haga mucho de sí mismo.
—Oh, Iwan —suspiré, tomando su cara entre mis manos—, no me importa. Me gustas.
Y ahí estaba.
La regla de mi tía rota; mi plan perfecto hecho a?icos. Sabía que Iwan no sería un lavaplatos para siempre, e incluso si lo hubiera sido, no habría importado: lavaplatos o chef o abogado o nadie en absoluto. Era el hombre de los ojos de piedra preciosa y la sonrisa torcida y las bromas encantadoras por el que sentía que se me estrujaba el alma.
Aquellos preciosos ojos perlados se oscurecieron hasta convertirse en tormentas, en tempestades, cuando me agarró por el medio y me apartó de él para ponerme sobre el edredón. Se apretó contra mí con su peso, arrastrando las manos por mis muslos, por debajo de la falda.
—Voy a quitarte la blusa —dijo, y sus dedos se dirigieron a los botones de mi blusa, desabrochando el resto uno a uno con sus dedos largos y ágiles. Los quería en otra parte—. Voy a besar cada parte de ti. Voy a memorizar cada parte de ti.
—?Cada pieza? —Le pregunté mientras me desabrochaba el sujetador.
—Todo —murmuró mientras su boca exploraba mis pechos, sus dedos seguían mis curvas hacia abajo, tirando de mi falda, deslizándose bajo mi ropa interior— encantador…
Me tensé en un grito ahogado cuando sus dedos juguetearon conmigo y mis manos se agarraron a su pelo revuelto.
—… cada pieza —gru?ó, y deslizó sus dedos dentro de mí, acariciándome, mientras su lengua bailaba sobre la piel desnuda de mis pechos. Me retorcí bajo su peso, pero él me abrazó con firmeza y murmuró dulcemente, como chocolate, sus palabras agrias y tímidas como limones, afirmación tras afirmación en mi pelo. Nunca he sido el tipo de mujer que se enamora de una voz, pero cuando me corrí, me apretó la boca contra la oreja y retumbó—: Buena chica —de la forma exacta que me hizo perder todo sentido de la autopreservación.
Mi tía tenía dos normas en el apartamento: una, quítate los zapatos junto a la puerta, y estoy segura de que yo me había olvidado de hacerlo al menos una vez.
Así que al menos una vez también pude romper la regla número dos.
Solo una vez.
Pero, a diferencia de lo que ocurre con los zapatos, basta con enamorarse una vez para arruinarse para siempre.
—?Anticonceptivos? —preguntó entre besos.
Tuve que pensar un segundo.
—Um, sí, pero…
—Espera, por favor. —Dejó un rastro de besos por mi cuerpo y me plantó uno en la cara interna del muslo antes de salir a buscar algo en la cartera y volver al dormitorio, quitándose los pantalones. Rompió el envoltorio del preservativo con los dientes (lo cual era mucho más sexi de lo que yo pensaba) y se lo puso antes de que, lentamente, saboreándome, se deslizara dentro de mí, murmurando salmos de mi cuerpo mientras lo recorría, y supe que estaba cayendo. El tipo de caída que me dolería cuando tocara el suelo. El tipo de caída que me haría pedazos.
Así que lo besé, sintiéndome brillante y temeraria y valiente, y caí.
A la ma?ana siguiente, tenía la boca como si me hubiera tragado un paquete entero de bolas de algodón, y entonces me acordé: bourbon. La botella vacía seguía en la mesilla de noche y mis bragas rosas de encaje colgaban de la pantalla.
?Con clase, Clementine?.
A mi lado, alguien gimió. Estaba tan acostumbrada a despertarme sola que no me había dado cuenta de que Iwan seguía en la cama a mi lado hasta que se dio la vuelta y me besó el hombro desnudo.
—Buenos días —murmuró somnoliento y ahogó un bostezo contra mi piel. Su voz era arrastrada y frita por la ma?ana, y adorable—. ?Cómo estás?
Apreté la palma de la mano contra un ojo. Sentía la cabeza llena de arena.
—Muerta —grazné.
Se rio, suave y ronco.
—?Café?
—Mmm.
Así que se dio la vuelta y empezó a levantarse de la cama, pero el espacio que dejaba se sintió tan frío de repente, que rápidamente me agarré a él por la cintura y tiré de él para que volviera a la cama. Cayó sobre el colchón con una risita y yo me acurruqué contra su espalda, empujando mis pies helados contra los suyos.
—?Tienes los pies helados! —gritó.
—Trato hecho.
—Bien, Bien, déjame… aguantar —dijo con un suspiro, y se puso boca arriba—. No te tomé por una mimosa —a?adió, no sin maldad.
—Cinco minutos más —murmuré, apoyando la cabeza en su pecho. Su corazón latía con rapidez en su caja torácica y yo lo escuchaba inspirar y espirar. El apartamento estaba en silencio y la luz de la ma?ana se entremezclaba en dorados y verdes a través de las obras de arte de cristal que colgaban sobre la ventana detrás de la cama.
Al cabo de un rato, dijo:
—Creo que las palomas del salón llevan mirándonos desde el amanecer.
—?Hmm?
Se?aló hacia la ventana y miré hacia arriba. Efectivamente, Mother y Fucker estaban sentados en el alféizar de la ventana. Me senté en la cama, asegurándome de que la sábana me envolvía, y los miré con los ojos entrecerrados.
—?Cuánto tiempo crees que viven las palomas en libertad?
Se lo pensó.