The Seven Year Slip

—Claro, claro. —Miguel asintió, recordando—. Bueno, si no hubiera sido por ese catador de veneno, nadie lo habría descubierto.

—El pimentón y la guindilla molida se parecen, ?bien? —James se masajeó el puente de la nariz y luego dijo un poco más bajo—: Y tenía un poco de resaca.

—Dios mío —jadeé—. ?Casi fuiste un asesino?

—La guindilla molida no habría matado a la reina —replicó indignado, golpeando su hombro contra el mío. Incluso a través de nuestra ropa, estaba caliente, y tan cerca podía oler las notas de su loción de afeitar: cedro amaderado y rosa—. ?Cayena, en cambio? Probablemente.

—?Esa ni siquiera es la historia divertida! —continuó Miguel, con una chispa en los ojos. Se explayó poéticamente sobre otras anécdotas con James, historias de una aventura de una noche en Glasgow, un encuentro con un mafioso en Madrid que acabó en una persecución a toda velocidad en ciclomotor por la Gran Vía, viajando tan lejos y tan lejos como había dicho, allá en el apartamento de mi tía, que esperaba hacerlo.

Hablamos hasta que nuestros dedos cubiertos de azúcar y canela tocaron el fondo de la bolsa de papas fritas, y fue una buena noche. El tipo de buena noche que no había tenido en mucho tiempo.

El tipo de bien que se te pegaba a los huesos, espeso y cálido, y te cubría el alma de luz dorada.

Buena comida con buenos amigos.

Al final, James volvía a reír y sonreía con facilidad cuando hablaba de sus primeros días como cocinero en el Olive Branch y del vendedor de carne que intentó juntarlo con su hija.

—Creo que en realidad fuiste a una cita, ?no? —Isa preguntó.

James agachó la cabeza.

—Una. Enseguida nos dimos cuenta de que no éramos compatibles. Pero tenía una cabrita a la que vestía con botas de agua. Qué linda —admitió.

Miguel preguntó:

—?No fue el oto?o siguiente a tu llegada a NYC? ?Cuando te ascendieron a línea en la sucursal? —Para entonces yo estaba tan interesada que deseaba cada peque?a cosa sucia y vergonzosa que James Iwan Ashton hubiera hecho o en la que hubiera participado—. Después de conocer a esa chica, ?verdad?

Algo cambió entonces en la postura de James, mientras nos apoyábamos el uno contra el otro. Se puso rígido.

—Esa historia no.

—Oh, vamos. —Isa puso los ojos en blanco y me dijo—: Nunca ha dejado de hablar de ella. Ni una sola vez, ni un segundo. ?Cómo se llamaba? Tenía algo que ver con una canción, ?no?

—?Una canción? —Quería y no quería saberlo.

—Sí —aceptó Miguel, y empezó a cantarla—. Oh mi querida, oh mi querida, oh mi querida Clementine.





Capítulo 29


  Mal momento


James me acompa?ó a la estación de metro, aunque había llamado a un Uber para que lo llevara… No estaba segura de dónde vivía, en realidad, pero desde luego no era el Monroe. Después de que Miguel cantara ?Oh my darling, Clementine? pensé que acabaría atragantándome con una papa frita. James no tardó en cambiar de tema y hablar de cómo Miguel se había declarado a Isa, en realidad en medio del camión de comida, un lluvioso día de primavera de hacía tres a?os. Sin clientes, ellos dos solos, y un filete que se iba a estropear. Me habría encantado su historia si mi mente no siguiera tambaleándose por la conversación anterior.

?Nunca ha dejado de hablar de ella? había dicho Miguel, justo antes de cantar la canción, y pensar en ello me producía mariposas en el estómago.

?Nunca ha dejado de hablar de ella?, de mí.

—Esta noche ha sido divertida. Gracias por entretener a mis amigos. Pueden ser… mucho —dijo, con las manos en los bolsillos.

—Si crees que son malos, deberías salir con Drew y Fiona —respondí con una risa cohibida, porque pensar en los cuatro juntos en la misma habitación era como un ataque de pánico a punto de producirse. Me detuve justo delante de las escaleras que conducían al andén del tren, y él se quedó a mi lado. Demasiado cerca y demasiado lejos a la vez.

Como si ambos estuviéramos esperando a que pasara algo.

Me volví y pregunté, intentando no sonar demasiado tímida:

—Así que Clementine, ?eh? ?Cuántas chicas llamadas Clementine conoces?

Su boca se contrajo en una sonrisa. Sus ojos eran suaves charcos de gris. Tal vez los pintaría de verde aguado, con trocitos de amarillo y azul, nubes opalescentes.

—Solo una —respondió en voz baja y sacó las manos de los bolsillos.

Las mariposas de mi estómago se volvieron voraces.

—Debe haber tenido suerte, entonces.

—También es inteligente, y tiene talento, y es guapa —siguió contando mis cualidades con los dedos, y se acercó un paso.

Así de cerca, parecía mucho más guapo de lo que yo esperaba, con sus espesas cejas oscuras recortadas y las pecas de la nariz salpicándole la piel como constelaciones. Su mirada era cautelosa y deseé, deseé con todas mis fuerzas, que siguiera siendo aquel hombre de ojos abiertos del apartamento de mi tía.

Llevé las manos a su cara, trazando las líneas de la risa alrededor de su boca, sintiendo la barba incipiente. Cerré los ojos y sentí su boca cerca de la mía, y quise que me besara, me di cuenta con una punzada de terror. Deseaba que me besara más de lo que había deseado nada en mucho, mucho tiempo. Estar cerca de él era como una historia de la que no sabía el final: la sensación de roca efervescente en los huesos que siempre tenía cuando mi tía me sonreía con todos los dientes, con los ojos brillantes y desorbitados, y me invitaba a una aventura.

Era una aventura. Una que de repente supe que quería emprender.

Sin ninguna duda, yo quería esto.

Lo quería.

Pero pasó un segundo, y luego otro, y la boyante sensación en mi estómago empezó a hundirse rápidamente. Abrí los ojos cuando se apartó de mí y me plantó un beso en la frente.

—Y ella está supremamente fuera de los límites —terminó, con su voz contra mi pelo. El corazón me dio un vuelco en la última traición. Se apartó de mí, con una expresión de dolor en el rostro—. Siempre es el momento equivocado, ?verdad, Lemon?

—Sí —susurré, con la voz entrecortada, porque tenía razón y me mortificaba que tuviera que ser él quien lo se?alara. No podía mirarlo—. Debería… debería irme —murmuré, y huí escaleras abajo.

—?Lemon! —me llamó, pero no me detuve hasta que atravesé el torniquete y me dirigí hacia el andén del metro.

Casi había tirado mi carrera por la borda, ?y para qué? ?Por un sentimiento apresurado que, de todos modos, no se quedaría? Porque nada se quedó.

Nada lo haría.

Pero lo que me asustó no fue el hecho de que ni siquiera me lo hubiera pensado dos veces antes de besarlo, sino que no me hubiera preocupado en absoluto por mi carrera. Lo que pensaría Rhonda. De tirar por la borda siete a?os de horas extras, fines de semana sin dormir y recortes de papel.

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