The Seven Year Slip

Eso era lo que más me asustaba, que aquello por lo que había estado trabajando tan duramente fuera algo que, en una fracción de segundo, ni siquiera me importaba.

El tren llegó al andén y subí. Aún sentía la impresión de sus manos entre las mías, y el estómago me ardía cada vez que pensaba en lo cerca que había estado. El olor de su loción de afeitar. El calor de su cuerpo. Cómo se había detenido, el suspiro casi silencioso.

?Siempre es el momento equivocado, ?verdad?? había preguntado.

Sí, supongo que sí.





Capítulo 30


  En el pasado


Entré en mi piso y me quité las zapatillas junto a la puerta. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas, suave como las yemas de los dedos al golpear el cristal. Las dos palomas estaban acurrucadas en su nido sobre el aparato de aire acondicionado y yo me debatía entre darme o no una ducha fría para quitarme de encima la noche y todas las molestas sensaciones que aún zumbaban en mi pecho, cuando alguien llamó…

—?Lemon?

Me quedé inmóvil. Luego, casi incrédula, volví a llamar:

—?Iwan?

Tropezando con mis pisos, me apresuré a entrar en la cocina. Y allí estaba sentado a la mesa, con una botella de bourbon y una copa delante. Aún llevaba una camiseta blanca sucia del trabajo y unos pantalones negros holgados.

—?Lemon! —dijo con una sonrisa torcida—. Hola, me alegro de verte. ?Qué haces por aquí tan tarde?

—Quería verte —respondí, con tanta sinceridad que me dolía el corazón en el pecho. No creía que pudiera. Este hombre de pelo casta?o desgre?ado y ojos pálidos, que sonreía con esa sonrisa torcida y cálida.

?Y nunca me superaras?.

Crucé la cocina y le sujeté la cara con las manos mientras me miraba con los ojos desorbitados por la sorpresa —oh, esa maravillosa sorpresa de los ojos abiertos de par en par— y lo besé. Ruda y hambrienta, deseando tatuarme su sabor en la materia gris de mi cerebro. Llevaba toda la noche deseándolo. Pasar los dedos por su pelo casta?o, aferrarme a sus rizos. Apretarlo tan fuerte que lo sintiera contra mí.

Sabía a bourbon, y su barba de un día era áspera contra mi piel.

—?Por qué tanta hambre, Lemon? —preguntó, acercándose para tomar aire, su curiosidad un poco desgarradora, como si sospechara que yo tenía motivos ocultos. Que no podía querer estar aquí besándolo.

—?Verdad que sí? —pregunté, y eso pareció ser respuesta suficiente para él, porque, sí, lo era. Sí, sabía que lo sería. Por supuesto que lo sabía. La forma en que me había mirado toda la noche, estudiándome, como si quisiera absorberme, como si pensara que nunca volvería a hacerlo… conocía esa mirada. Era la mirada que mi madre le dio a mi padre. La que mi tía le dirigió a aquel lejano recuerdo que se asentaba como un caramelo agrio en su lengua.

Conocía esa mirada tan jodidamente bien, la reconocí en el momento en que levantó la cabeza de la mesa cuando entré, desde el momento en que me llamó Lemon con esa esperanzada incredulidad.

Levantó la mano y me enredó los dedos en el pelo, atrayéndome hacia otro beso. Lento y sensual, sus manos me acariciaban la cara mientras su boca se apretaba contra la mía, murmurando suaves afirmaciones contra mis labios. Su lengua rozó mi labio inferior y me incliné hacia él, con la sensación de Pop Rocks en el pecho. Olía tan bien, a salvajismo y a jabón y a él, que me hizo tener más hambre de más.

—Parece que siempre me visitas justo cuando necesito compa?ía —murmuró.

—?Cualquier compa?ía o yo?

Se inclinó un poco hacia atrás, mirándome con aquellos hermosos ojos de tormenta, como las nubes antes de las primeras nieves del oto?o.

—Tú, creo —respondió, con voz suave y segura, y eso derritió el horrible muro que había levantado a mi alrededor, y volví a besarlo, para saborear esas palabras en mis labios.

Me acarició la cara con suavidad y bajó lentamente hacia la blusa, desabrochando los botones uno a uno con sus dedos ágiles y largos. Mientras lo hacía, me besaba desde la boca hasta el cuello. Hice un ruido que sonó más a animal salvaje que a sensual cuando me rozó con los dientes la línea de la garganta hacia el hombro. Me levantó sobre la mesa y apartó la botella de bourbon de su camino. Me pasó la lengua por la clavícula, succionando, y luego me hincó los dientes.

Sentí que se me ponía la carne de gallina y jadeé.

—?Demasiado? —preguntó, mirándome desde debajo de sus preciosas y largas pesta?as, con la mirada embriagada en mí.

No, todo lo contrario.

—Más —supliqué, sintiendo que el calor subía a mis mejillas.

—Me encanta cómo te ruborizas —murmuró, besándome las colinas de los pechos mientras me desabrochaba los botones superiores de la blusa—. Me vuelve loco.

Nunca había pensado en cómo me veía cuando me sonrojaba.

—Dime.

—Es un color precioso —empezó, con su aliento caliente sobre la piel entre mis pechos, mientras me recostaba sobre la mesa, con la rodilla apoyada en el borde y las manos a cada lado.

—Empieza justo aquí —me plantó un beso justo debajo del centro de las clavículas— y va subiendo —un beso en la base de la garganta— y subiendo —otro en el lateral del cuello— y subiendo. —Otro en el borde de la mandíbula. En la mejilla derecha—. Y me vuelve loco cuando sé que yo soy la causa.

Sentí cómo se me erizaba la piel ante aquella (muy cierta, sinceramente) suposición, y cómo el corazón me golpeaba la caja torácica. Una lenta sonrisa se dibujó en su boca terriblemente torcida.

—Como ahora —ronroneó, y besó mis mejillas sonrojadas. La forma en que me trataba era tan tierna, tan sincera, que resultaba francamente erótica. Ya me había enamorado antes —por supuesto que sí, no se puede viajar por el mundo sin enamorarse de un hombre guapo en Roma o de un viajero inteligente en Australia, de un escocés con un gru?ido profundo, de un poeta en Espa?a—, pero esto era diferente. Cada caricia, cada roce de sus dedos sobre mi piel, tenía un peso. Una reverencia.

Como si yo no fuera simplemente una chica a la que besar y recordar con cari?o dentro de diez a?os, sino alguien a quien besar en diez a?os.

En veinte.

Pero, por supuesto, eso no pasó, eso no podía pasar, porque yo ya sabía cómo acababa esto.

Besó el surco entre mis cejas.

—?En qué estás pensando, Lemon?

Mis dedos recorrieron su pecho y se enroscaron bajo su camiseta. Pensaba que quería salir de mi cabeza. Que quería disfrutar de él, aquí. Pensaba en lo egoísta que era, sabiendo lo que sabía, sabiendo que esto no podría funcionar nunca. Pensaba en lo inteligente que había sido mi tía al establecer esa segunda regla, y pensaba en lo a conciencia que iba a romperla.

Rastreé el tatuaje de su estómago, un peque?o conejo corriendo. Mi contacto le puso la piel de gallina.

—?Cuántos tienes? —le pregunté.

Inclinó una ceja.

—Diez. ?Quieres encontrarlos?

Como respuesta, le quité la camiseta hasta el final, la dejó caer al suelo de la cocina y yo le dibujé otro tatuaje en el hueso de la cadera: un hueso de la suerte.

—Dos.

Ashley Poston's books