—?Oh, sí! Todo va bien. Solo vine a ver cómo estabas. Para ver cómo estabas. Siento no haber llamado antes.
—Está bien, está bien, estaba seguro de que volverías. Bueno —a?adió, con una tímida sonrisa—, al menos lo esperaba.
Nos quedamos allí de pie durante otro momento incómodo. Como si quisiera decir algo, y yo también. ?Te eché de menos?, pero ?era demasiado atrevido? ?Te he echado de menos a ti?, eso habría sido demasiado raro. Quería sacudirlo y preguntarle si yo era la razón por la que había rechazado la oferta de Drew, pero él no era ese hombre.
No sería ese hombre hasta dentro de unos a?os.
Luego se aclaró la garganta y me invitó a pasar a la cocina, donde apagó la radio y volvió a los fogones. El momento pasó. Lo seguí, dejé el bolso junto a la encimera y me subí al taburete, como si fuera algo rutinario. ?Era rutina a estas alturas? Me sentía cómoda. Parecía irreal.
—?Cómo has estado? —preguntó, agarrando la cuchara de madera que había abandonado en la sartén y removiendo lo que hubiera dentro.
—Bien. —Luego, cuando me di cuenta de que había utilizado esa palabra tan a menudo en las últimas semanas, a?adí con más sinceridad—: Un poco agobiada, la verdad, pero he estado pintando más. —Luego eché mano al bolso que tenía a los pies y saqué la guía de viajes de Nueva York para ense?arle mis nuevos cuadros. Por fin había coloreado el de las chicas en el metro, y me gustaba mucho cómo habían quedado, ba?adas en azules y morados.
—?Oh, qué preciosidad! —exclamó, y agarró la guía para ojearlas y verlas todas—. Son realmente increíbles. Te diré una cosa, algún día, cuando tenga un restaurante, te encargaré unas cuantas piezas.
Pensé en el Olive Branch y en su propuesta de libro de cocina.
—Dudo que sean de tu estética.
—Por supuesto que sí. —Cerró el libro y me lo devolvió—. ?Qué me dices?
Me sentí halagada, fue un bonito pensamiento.
—No acepto comisiones, por desgracia.
—Entonces, ?qué tal un intercambio? —respondió—. Cena en mi restaurante para el resto de mi vida.
Pintó un futuro encantador. Me habría embelesado con él, si existiera.
—De acuerdo —dije, porque no existía—, pero solo si consigo mi propia mesa.
—Reservaré para ti cada noche la mejor mesa de la casa.
—Trato hecho, Chef —le contesté, tendiéndole la mano y él me la estrechó, con un apretón firme y cálido y los dedos callosos. Al menos su apretón de manos no había cambiado en el futuro. Excepto quizá en aquella sala de reuniones, donde había apretado un segundo más de la cuenta.
—Te vas a arrepentir —le dije, mientras él volvía a su cacerola hirviendo a fuego lento, y yo volvía a guardar mi cuaderno de bocetos de viaje en el bolso.
—No, no creo que lo haga.
No, simplemente lo olvidaría.
Hice balance del apartamento. En las últimas semanas desde que me había ido, se había sentido como en casa. Había platos secándose en el estante, y unas cuantas migas en el aire acondicionado de fuera, donde anidaban Mother y Fucker. Sacó dos cuencos florales del armario y los emplató con una especie de fideos con verduras y carne. Llevó ambos a la mesa amarilla y ni siquiera preguntó antes de sacar una nueva botella de vino.
—Me acordé de que te gustaba el rosado, así que compré más por si volvías por aquí —dijo, para mi sorpresa, e hizo un gesto hacia la mesa—. Podemos comer.
—Vaya, ?tratas de impresionarme? —bromeé, bajándome del taburete y uniéndome a él en la mesa. Era tan fácil convivir con él. Tal vez fuera su sonrisa despreocupada, la forma en que me desarmaba como muy pocas otras cosas lo hacían. Fuera lo que fuese, el pánico que se había instalado en mis huesos desde el encuentro con James, y más tarde la oferta perdida, desapareció.
—?Ja! Tal vez —cedió, se sentó frente a mí y nos sirvió a los dos una copa de vino—. Bon appétit, Lemon.
Me quedé colgada de cómo decía mi nombre, como si fuera algo tierno.
—?Puedes repetirlo? —pregunté, antes de darme cuenta inmediatamente de lo raro que sonaba.
—?Qué, bon appétit? —Hizo una mueca—. Sé que soy pésimo en francés, no tienes que restregármelo…
—No, mi apodo.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el borde de su boca y, apoyándose en los codos, dijo: —?Así que ahora te gusta?
La mortificación me subió por el cuello.
—No. Solo… necesito acostumbrarme. Porque está claro que no vas a parar. —Pero, por supuesto, él no me creía. Yo tampoco me creía a mí misma—. No importa —a?adí rápidamente.
De repente, el agudo timbre de un teléfono celular atravesó la cocina.
—No es el mío —le dije, porque mi celular no funcionaba en el pasado.
—Lo siento —murmuró, poniéndose en pie de nuevo, tomó un viejo teléfono plegable del cargador de la encimera. No le gustaba la tecnología, ?verdad? Leyó el identificador de llamadas y arrugó la nariz, algo que solía hacer cuando estaba confuso—. Lo siento, tengo que responder —dijo, y contestó mientras se iba al dormitorio—. Hola, mamá. ?Pasa algo?
Me senté en silencio, mirando mi plato de fideos fríos, verduras y carne. ?Debería seguir adelante y comer o…? Intenté no escuchar a escondidas, de verdad, pero las paredes de este apartamento eran finas como el papel y el dormitorio estaba justo al otro lado de la cocina.
—Sí, todavía estoy buscando un sitio… no, estoy bien, estoy bien —dijo riendo—. Deja de preocuparte tanto, ?quieres? Mira, tengo una amiga en casa. Te llamo luego… Te lo prometo. —Una pausa—. Te avisaré. Yo también te quiero. Buenas noches.
Mientras volvía, intenté fingir que estaba haciendo algo: doblé la servilleta, la desdoblé, inspeccioné los cubiertos (ni siquiera me había dado cuenta de que mi tía tenía palillos de metal) y, cuando se sentó, preguntó: —?Mis habilidades para lavar los platos dejan algo que desear?
—No, no, están perfectos —contesté rápidamente, dejando los palillos—. Yo solo… Um. Mi reflejo en el… Las paredes son finas —admití, y él resopló una carcajada.
—Mi mamá. Está muy preocupada. Como las madres —a?adió poniendo los ojos en blanco y agarrando una servilleta de la mesa—. De todos modos, te manda saludos.
—?Le has hablado de mí? —pregunté, sorprendida.
—Le he dicho que he conocido a una amiga —respondió—. Y así, por supuesto, ella asume inmediatamente que vamos a fugarnos a Las Vegas.
—Vaya, eso sí que es un salto.
—Esa es mi madre. —Se rio—. ?Vamos a comer?
—Bone appetite —le dije, haciendo que casi se atragantara con su vino al ir por un trago, soltando una carcajada, y di un bocado a la comida para no parecer demasiado engreída. Resulta que me moría de hambre. Los fideos fríos estaban deliciosos, y la carne era tan tierna que casi se deshacía en la boca.