La pizza congelada era exactamente lo que prometía ser: sabía a cartón con un poco de queso de plástico por encima. Y estaba deliciosa de la misma manera que siempre lo estaban las pizzas de cinco dólares del supermercado y el vino barato: predecible y sólido.
Mientras esperábamos a que se cocinara, yo había desenterrado algunos de mis viejos vaqueros que aún me valían de la ropa que me sobraba en el armario de mi tía y me había puesto una camiseta gris oscura que había perdido en Espa?a hacía dos a?os, y él preparó una especie de tarta que olía a limones y la metió en el horno caliente mientras comíamos.
—?Qué tal la entrevista de hoy? —pregunté mientras tomaba mi último trozo. Ya nos habíamos bebido media botella de vino y casi toda la pizza.
—Gloriosa —dijo con un suspiro de satisfacción—. Era tal como lo recordaba. Hasta tenían la mesa en la que nos sentábamos mi abuelo y yo.
—?Estaba allí el jefe de cocina? ?El que le gustaba a tu abuelo?
Arrugó la nariz y negó con la cabeza.
—Lamentablemente, no. Pero creo que la entrevista fue bien. Fui uno de los veintitrés aspirantes que pasaron a la ronda final.
—?Por un trabajo de lavaplatos?
Agarró un trozo de salchichón de su pizza y corrigió:
—Para una vacante en uno de los restaurantes más prestigiosos del SoHo. Es una institución, claro que mucha gente quiere trabajar allí.
Negué con la cabeza.
—No puedo creer que no puedas empezar como cocinero de línea.
—Quizá si tuviera más talento, claro —respondió encogiéndose de hombros, y no me creí ni un ápice su falsa modestia. Había una tarta que había hecho desde cero en el horno, y yo no iba a decir que era una conocedora, pero había comido por todo el mundo. Conocía la buena comida de la misma manera que cualquiera que haya viajado lo suficiente sabe que las mejores pizzas siempre están en los antros llenos de grasa, los mejores tacos en los camiones de comida, el mejor falafel en los puestos callejeros, la mejor pasta en los restaurantes familiares de las entra?as de Roma. Iwan tenía talento.
Las ventanas estaban abiertas y una suave brisa entraba desde la calle, agitando las cortinas blancas. Las dos palomas que se posaban en el aire acondicionado arrullaban en su peque?o nido, Mother y Fucker disfrutando de la velada.
—Entonces —dijo cambiando de tema—, ?qué has estado haciendo todo el día?
—Me ba?é —respondí, y cuando arqueó una ceja, suspiré y dije—: Me quedé dormida en la ba?era sin querer. Antes de eso estaba… —Fruncí el ce?o—. En la ba?era.
—?Solo en la ba?era?
Dudé y dejé el último trozo de pizza. De todos modos, no tenía hambre. No había razón para no decírselo, sobre todo después de que hubiera compartido tanto conmigo la noche anterior.
—No te rías, pero de ni?a siempre fui una pintora desordenada. Me ponía a pintar acuarelas por todas partes y mi tía se ponía furiosa, así que me instaló en el ba?o y me dijo que me volviera loca. Así que eso es lo que hacía. Ya sabes, antes de ba?arme.
Parecía sorprendido, en el mejor de los sentidos.
—?Pintabas?
Asentí con la cabeza.
Cuando Nate se enteró de mi afición, al tropezar con mis paisajes y mis bodegones y mis retratos, todos metidos en mi armario, sus ojos brillaron con la posibilidad de venderlos. Monetizar mi pasión.
—Haz que te funcione. Eres fantástica.
Pero yo ya trabajaba en una industria que vendía arte como mercancía, y realmente no quería seguir ese camino. No me gustaba pintar porque pudiera gustar a otras personas; me gustaba pintar porque apreciaba cómo se mezclaban los colores, cómo los azules y los amarillos siempre se volvían verdes. Los rojos y los verdes se volvían marrones. Había una certeza en todo, y cuando no la había, siempre había una razón.
Además, cuando Nate y yo nos juntamos, yo ya había dejado de pintar.
—?Puedo ver? —preguntó Iwan, y cuando no respondí de inmediato, a?adió rápidamente—: No tienes por qué. No pasa nada. Es algo para ti, ?verdad? —adivinó—. Es privado.
Lo miré fijamente durante un largo momento, porque era exactamente eso. Siempre había tenido que explicarlo.
—Sí. Es para mí.
Asintió, como si lo entendiera.
—Cocinar era así para mí. Me gustaba mantenerlo en secreto, solo entre mi abuelo y yo. Me sentía poderoso, ?sabes? Esta peque?a cosa que nadie más sabía.
—Y si se lo ense?as a alguien más, temes que se estropee.
—Sí, eso es.
—Pero lo hiciste, obviamente. Desde que cocinaste para mí.
Se encogió de hombros.
—Pensé que solo quería que fuera un pasatiempo, pero luego decidí… ?qué demonios?
Miré el trocito de pintura que aún tenía pegado bajo las u?as.
—?Te arrepientes?
Ladeó la cabeza, pensativo.
—Pregúntame dentro de unos a?os.
?Si te encuentro?, pensé, ?lo haré?.
Aunque no podía imaginar que lo hiciera: había cierto tipo de personas que se aferraban a su pasión y nunca dejaban que se echara a perder. Nunca perdería de vista por qué quería ser chef en primer lugar.
Admití:
—?El cuadro del ba?o? ?El de la luna? Es mío.
Pensó, arrugando las cejas al recordar el cuadro, y entonces se le iluminaron los ojos.
—?Ah, ése! Es precioso. ?Tienes otros por el apartamento?
Sonreí y me llevé un dedo a los labios.
—Los tengo. Te los ense?aré la próxima vez —dije—, si te acuerdas de pedírmelo.
—Trato hecho —aceptó—. Probablemente estén delante de mis narices.
Pensé en las guías de viaje del estudio de mi tía. No tenía ni idea. Ladeé la cabeza.
—Sabes, es raro. Hoy ha sido la primera vez que he pintado en… ?medio a?o? Sí, eso parece.
Silbó.
—Eso es mucho tiempo. ?Por qué paraste?
Sentí que mi cuerpo se tensaba.
—Alguien me rompió el corazón —dije en voz baja.
—Oh… Lo siento, Lemon.
Me encogí de hombros y traté de disimular.
—No pasa nada. Mi último novio intentó que volviera a pintar, pero yo no podía. No estaba dispuesta a hacer muchas cosas con él, para ser sincera. Decía que era demasiado cerrada. —Puse las palabras entre comillas—. Ni siquiera lloré cuando rompimos.
—Eso no significa que no lo quisieras.
—Fueron tres meses —respondí, descartando su idea—. Estoy segura de que no. Mi tía siempre decía que lo sabes en el momento en que te enamoras.
Me estudió un momento.
—Puede que sí.
—?Has estado enamorado alguna vez? —Y entonces pregunté, intentando bromear con él—: ?Es por eso por lo que estás realmente en la ciudad? ?Para perseguir a alguien? No pasa nada —a?adí en tono de conspiración—, puedes confesármelo. No se lo diré a nadie.
A lo que él sonrió, torcido y encantador, como si estuviera a punto de contarme un secreto que nunca le había contado a nadie más en el mundo. Se inclinó hacia mí.
—?Y si lo he hecho?
Me senté un poco más erguida.
—?Lo sabe?
—Lamentablemente, sí —respondió—. Pero, ?ay, las pommes frites son una bestia cruel, y mi cuerpo las rechaza con… acidez! —Se agarró dramáticamente el pecho y yo puse los ojos en blanco.