—?Aquí! —respondí, tratando de no entrar en pánico—. ?Estoy en el ba?o!
Sus pasos se detuvieron de repente.
—?Ooh!
Hice un gesto de dolor. ?Bien hecho, Clementine?, pensé. ?Deberías haberle dicho que no entrara?. Las orejas me ardían de vergüenza.
—?No lo hagas raro!
?l balbuceó.
—?No lo estoy haciendo raro, tú lo estás haciendo raro!
—?Tú lo hiciste raro primero!
—?Yo no he dicho nada!
—?Dijiste ?Oh?!
—?Debería haber dicho algo diferente?
Enterré la cara entre las manos.
—Solo… solo ignórame. Voy a ahogarme en la ba?era. Adiós.
Se rio entre dientes.
—Bueno, no te ahogues durante mucho tiempo. Esta noche vuelvo a cocinar —a?adió, y sus pasos se desvanecieron en la cocina.
Tomé rápidamente la toalla y salí de la ba?era. Lo oí en la cocina, guardando las cosas, mientras me secaba y recordé que no había elegido ropa.
—Mierda —murmuré, y abrí el armario del ba?o para intentar encontrar uno de sus albornoces. En su lugar, encontré un precioso albornoz de satén negro con adornos de plumas de marabú. Era totalmente ridículo: el tipo de albornoz caro que llevaban las mujeres ricas en las películas antiguas, con una pitillera larga y un cadáver en el vestíbulo. Resoplé y lo saqué de la percha. Casi había olvidado que tenía aquella monstruosidad. Hace unos a?os, se incendió gracias a su vela de Santa Dolly Parton, y acabó tirando las dos por la ventana presa del pánico. El apartamento olió a plumas derretidas durante semanas.
Bueno, al menos era mejor que una toalla.
Me encogí de hombros sobre la bata. Aún olía a su perfume. Red de Giorgio Beverly Hills. Tan inconfundible e intenso. Lo había llevado durante casi treinta a?os.
Cuando salí del ba?o, Iwan me miró, con el pelo húmedo y un ligero olor a jabón de lavanda. Abrió la boca. Volvió a cerrarla. Parpadeó varias veces. Luego dijo, muy serio: —Se?ora, tengo que hacerle una pregunta muy seria: ?Asesinó usted a su marido?
Me esponjé la boa y adopté un terrible acento del Atlántico medio.
—Lo siento, agente, no recuerdo cómo murió mi marido. Debió de ser el chico de la piscina. Tendré que conseguir uno nuevo.
Arqueó una ceja mientras permanecía de pie junto a los fogones, donde calentaba lentamente una cacerola grande, con media docena de limones sobre la encimera a su lado.
—?Chico de la piscina o marido?
—No estoy segura, ?cuáles son sus credenciales?
Me recorrió con la mirada.
—Tengo un currículum bastante bueno —contestó con su suave y bajo acento sure?o—. Y muchas referencias.
—Por tu carácter, espero.
Los bordes de su boca se crisparon mientras se convertía en una especie de media sonrisa, y realmente pensó que estaba siendo sofisticado mientras se inclinaba hacia atrás contra la estufa… y dio un aullido.
—?Sonova! —Rápidamente levantó la mano, pero ya se había quemado la punta del dedo me?ique y se lo había metido en la boca.
—?Estás bien? —pregunté alarmada, dejando caer mi horrible acento.
—Bien —dijo con el me?ique en la boca—. Estoy bien. Es solo una herida superficial.
Le eché una mirada y me acerqué, sacándole la mano de la boca para inspeccionarle el dedo. Tenía una marca roja por todo el interior.
—Deberíamos ponerle mantequilla.
—?Mantequilla? —Sonaba incrédulo.
—?Sí? Mi madre siempre lo hace.
Se echó a reír y retiró suavemente su mano de la mía. Abrió el grifo y pasó el me?ique bajo el agua fría.
—Esto servirá, no me gustaría estropear el ?chiré de tu tía.
Tardé un momento en darme cuenta:
—?Su mantequilla de fantasía tiene nombre?
—No es elegante si no tiene nombre —me contestó con galantería, cerrando el grifo mientras yo saqué una venda del botiquín. Volvió a extender la mano una vez seca y se la envolví en una tirita de Disney—. ?Quieres besarla? —me preguntó—. ?Para que me sienta mejor?
—Eso no funciona.
—Supongo que funciona tan bien como la mantequilla —fue su respuesta.
—Bueno, en ese caso… —No me gustaba nada lo engreído que sonaba, y con la boa de plumas de mi tía, sintiéndome de repente valiente, me llevé la mano a la boca y besé suavemente la venda.
Su cara se ti?ó de un precioso rojo rosado, desde el cuello hasta el cuero cabelludo, que hacía brillar las pecas de sus mejillas. Y también era extra?amente sexi, con el pelo rizado alborotado por un día en la ciudad, la corbata suelta y torcida, vestido con una camisa blanca abotonada que no le quedaba del todo bien y unos pantalones negros que yo estaba segura de que ya tenían unos a?os, porque estaban un poco deshilachados en los dobladillos. Cada vez que lo miraba de cerca, me desorientaba de la misma manera que los caleidoscopios, en constante movimiento y cambio, lleno de colores y formas que no deberían haber ido juntos, pero lo hacían de una manera que lo hacía perfecto.
Podría haber sido el hombre más guapo que jamás había visto.
Pero sobre todo cuando se sonrojaba.
Tragó saliva, con la nuez de Adán tambaleándose por la dificultad, desconcertado.
Le solté la mano y le dije:
—Por cierto, la mantequilla funciona.
—Yo… eh. —Se miró el dedo vendado.
—Te sientes mejor, ?no?
Su mirada se posó en mis labios. Se detuvo allí. Se inclinó hacia mí, milímetro a milímetro, y cuanto más se acercaba, más absorbía de él, sus largas pesta?as, las pecas de sus mejillas y su nariz, que se multiplicaban por momentos. Sus labios parecían suaves. Tenía una boca bonita, amable. Era difícil explicar por qué parecía amable, pero lo era.
Pero entonces algo lo hizo retroceder, dudar de sí mismo, y mi estómago se retorció un poco de arrepentimiento. Se aclaró la garganta.
—Bien, bien. La mantequilla podría funcionar —dijo, ocupándose de echar medidas de azúcar, algún tipo de almidón de maíz o harina y sal, y el tinte rosáceo solo se mantuvo en los bordes de sus orejas.
??Estabas a punto de besarme??, quise preguntar, y no estaba segura de si quería que la respuesta fuera no. Pero en vez de eso, pregunté: —?Qué hay para cenar?
—Oh, esto es el postre —respondió, se?alando los limones en el mostrador—. ?Qué te parece pizza esta noche?
—Creo que hay un número de entrega en la nevera…
—Quise decir congelada.
Dejé escapar una carcajada, aunque sonó hueca a mis oídos.
—?Seguro que eres chef?
—Estoy lleno de sorpresas, Lemon —respondió, burlándose de mí con otra sonrisa, y volvimos a estar como antes. Era una tontería sentirme decepcionada porque no me hubiera besado. No era yo en absoluto. Y, al parecer, tampoco era él—. Y además —a?adió gui?ándome un ojo y lanzándome encantadores (con pena ajena hay que reconocerlo) gestos de pistolas—, esta noche, en cambio, te voy a preparar un postre.
Capítulo 12
La Luna y más