Así que eso es lo que hice.
Los rotuladores dieron paso a las tintas, y luego de nuevo a las acuarelas, y se convirtió en un hobby para mí, y desde entonces he pintado en nuestras guías de viaje en todos los viajes. En una estantería había guías de todos los lugares del mundo a los que me había llevado, con los lomos agrietados y las páginas dobladas por las acuarelas.
Con el tiempo, me di cuenta de que quería trabajar con libros, sobre todo de viajes. Era un trabajo fácil porque ya lo amaba todo. La sensación de un libro de tapa dura desnudo bajo mis dedos, el olor a tinta nueva, el corte fresco de una página al doblarla, el arrugamiento del lomo de un libro de bolsillo.
La promesa de un lugar secreto que solo el autor conoce.
Empecé a sacar un libro —una guía de Bolivia— cuando me llamó la atención una lata en el borde de un estante. Era peque?a, manchada de diferentes colores, pero la reconocí al instante. Era mi estuche de acuarelas de viaje, uno de los más antiguos, porque aquel a?o mi tía me había sorprendido con una lata nueva de colores más intensos y vivos, y yo había pintado ?msterdam y Praga. La lata era peque?a, del tama?o de la palma de mi mano, con seis acuarelas del tama?o de la u?a del pulgar en su interior.
Los colores no estaban escamados como esperaba, caducados, sino un poco secos. Con un poco de agua, podrían volver a la vida con bastante facilidad. Incluso había un peque?o pincel en la parte superior de la lata. Lo tomé y se me ocurrió una idea. La guía de viajes de Nueva York que había traído del trabajo aún estaba en mi bolso, así que fui a buscarla, recogí unas cuantas almohadas del sofá (entre ellas la de Jeff Goldblum) y me dirigí al ba?o. Mi tía siempre bromeaba diciendo que me hacía un nido en la ba?era como una paloma, pero en realidad era el único sitio donde me dejaba pintar después de que accidentalmente derramara acuarelas por toda su flamante alfombra.
—?Aquí no se puede estropear nada! —había anunciado, blandiendo una mano hacia el cuarto de ba?o—. Y todo lo que puedas, un poco de lejía lo arreglará.
Me instalé en la ba?era seca y humedecí mis acuarelas, despertándolas de su letargo. La mayoría de los pocillos estaban casi vacíos, los últimos posos de color aferrados a sus esquinas como sombras. Entonces pasé a una página de un paisaje que conocía bien: el puente Bow y los botes de remos llenos de turistas que navegaban bajo él. Pinceladas de azules y verdes, la arenisca marrón cremosa del puente, estallidos de camisas blancas de protagonistas románticos brillantemente vestidos, confesando su amor mientras remaban por el lago.
Mientras pintaba, la acuarela colgada en la pared —una luna en un mar de nubes— me hacía compa?ía. La había pintado para mi tía hacía a?os, y le había encantado tanto que la había llevado a enmarcar ese mismo día.
—?Me has regalado la luna, cari?o! —había dicho feliz—. Oh, qué regalo tan encantador e imposible.
Siempre me había dicho que persiguiera la luna. Que me rodeara de gente que la lazaría en un santiamén.
Para ella era fácil. Era la protagonista de su propia historia, y lo sabía.
Y, durante una parte, creo que ella también fue la protagonista de la mía. Comparada con ella, yo era una sombra. Mientras ella se iba a explorar Milán, yo la seguía con un mapa. Mientras ella iba de excursión a los castillos, yo me quedaba atrás con el guía turístico y me aseguraba de llevar un botiquín de primeros auxilios. Ella contaba historias de fantasmas y yo las refutaba destapando conductos de ventilación, y por muy acaramelados que fueran esos recuerdos, yo seguía atrapada en el sabor agrio de un mundo sin ella.
Con el tiempo, empezó a surgir algo de mi pintura. Me perdí en los colores, en la forma caprichosa en que se mezclaban. No recordaba la última vez que me había permitido pintar. Normalmente estaba ocupada con el trabajo, y luego, cuando murió mi tía, crear me dolió demasiado, porque ella siempre había sido la que me regalaba estuches de acuarelas, la que buscaba paisajes bonitos y me plantaba en un banco, y me dejaba pintar durante horas mientras ella iba de compras a tiendas de segunda mano y tiendas para turistas. Probablemente nunca debería haber dejado a una adolescente sola en un banco del Sena, o en la Acrópolis, o en el jardín de una casa de té, pero esos eran algunos de mis recuerdos favoritos de aquellos viajes: cuando veía el mundo en diferentes tonos de azules y verdes y dorados, mezclándolos, superponiéndolos, encontrando el tono perfecto de azul para el cielo.
Fue agradable volver a hacer algo por mí. Simplemente ser.
Sin listas de tareas que seguir presionando, sin expectativas.
Solo yo.
Y aunque no me sentía como la ni?a que se acurrucaba en una ba?era con patas para pintar, sí me sentía… segura.
Seguía sintiéndome sola —dudaba que eso cambiara—, pero no sentía que me fuera a desmoronar. La verdad era que me había aislado durante los últimos meses, desde la muerte de Analea, porque era la única forma de mantener la compostura. Mis padres se tenían el uno al otro para llorar cuando la pena se alzaba en mitad de la noche.
No tenía a nadie, sola en un apartamento en Brooklyn.
No tenía a nadie que me frotara la espalda y me dijera que estaba bien no estar bien. Tenía que decírmelo a mí misma mientras me sentaba en el suelo de la cocina en mitad de la noche y lloraba contra una almohada para no despertar a mis vecinos.
El pasado era el pasado y no podía cambiarse. Incluso si de alguna manera me encontrara con ella aquí en este apartamento siete a?os en el pasado, no cambiaría nada. Ella seguiría muerta. Seguiría encontrándome en el suelo llorando a las dos de la ma?ana.
Y entonces llegó Nate tres meses después y pensó que podría arreglarme, supongo, con un poco de amor bien puesto. Excepto que yo no necesitaba que me arreglaran. Había pasado por el peor día de mi vida yo sola, y salí del otro lado como una persona que sobrevivió. Eso no era algo que hubiera que arreglar.
No necesitaba que me arreglaran. Solo necesitaba… que me recordaran que era humana.
Y cenar con un desconocido que no me miraba como si estuviera rota había sido un comienzo sorprendentemente bueno.
Capítulo 11
Arde, bebé, arde
Al final, dejé de pintar y me preparé un ba?o.
Me sumergí en el agua caliente, con el suave aroma a lavanda y manzanilla del jabón que había usado, y me quedé mirando las molduras del techo, con sus intrincados remolinos y patrones dorados característicos del Monroe. Debí de quedarme dormida en algún momento, porque lo siguiente que supe fue que la puerta principal se estaba abriendo y oí a alguien cruzar el apartamento. Sus pasos eran pesados. Me froté los ojos con los dedos enjutos.
Me senté en la ba?era.
Iwan.
Busqué mi teléfono en el taburete. ?Ya eran las cinco de la tarde?
—?Lemon? He vuelto —llamó, sus pasos se acercaban.