The Seven Year Slip

—En realidad no lo hay —asentí, recordando cuándo decidí ser publicista—. Strauss y Adder publican algunas de las mejores guías de viajes del sector, así que presenté mi candidatura y resulta que se me da muy bien ser publicista —dije simplemente—. Así que programo entrevistas y podcasts, llevo a los autores de una ciudad a otra, los presento a programas de televisión y radio y a clubes de lectura. Se me ocurren nuevas formas de convencerte de que leas un clásico por vigésima vez aunque lo conozcas como la palma de tu mano, y me gusta. Es decir, tiene que gustarme —a?adí con una risa cohibida—. En el mundo editorial no te pagan tan bien.

—Tampoco en los restaurantes —a?adió, observándome con el tipo de atención embelesada que me hacía sentir que lo que hacía era realmente interesante. Me estudió con aquellos hipnotizadores ojos grises y empecé a pensar en cómo los pintaría. Quizá en capas, azul marino mezclado con un precioso tono pizarra—. Así que, en cierto modo —dijo pensativo, frunciendo las cejas—, creas tu propia guía de viajes. Para tus autores.

—Yo… nunca lo había pensado así —admití.

Ladeó la cabeza.

—Porque no te has visto a ti misma como lo hacen los demás.

??Otras personas? ?O tú?? quise preguntar, porque era atrevido por su parte pensar que me conocía por unas horas de conversación y por arrancarme una paloma del pelo.

—Es muy amable por tu parte —le dije—, pero no es tan profundo. Simplemente se me da muy bien facilitar la venta de libros. Se me dan bien las hojas de cálculo. Se me dan bien los calendarios. Se me da bien acosar a la gente el tiempo suficiente para conseguir esa entrevista tan deseada…

—?Y qué haces para divertirte?

Solté una carcajada.

—Vas a pensar que soy la persona más aburrida del mundo.

—?Claro que no! Nunca había conocido a una publicista de libros. Ni a nadie llamado Clementine —continuó, apoyó la barbilla en la mano y se inclinó hacia mí, sonriendo—. Así que ya empezamos bien.

Dudé, dando vueltas a mi chocolate sobre la mesa.

—Me gusta sentarme delante de los cuadros de Van Gogh en el Met.

De hecho, eso le sorprendió.

—?Solo sentarte?

—Sí. Eso es. Sentarme y mirarlas. Hay algo de paz en ello: una sala tranquila, gente entrando y saliendo como una marea. Lo hago todos los a?os por mi cumplea?os. Cada dos de agosto, voy al Met, me siento en un banco y… —Me encojo de hombros—. Me encogí de hombros. Te lo dije, es una tontería.

—Cada cumplea?os —murmuró, maravillado—. ?Desde cuándo?

—Desde la universidad, en realidad. Lo estudié mucho a él y a otros pintores postimpresionistas, pero siempre me llamó la atención. Además, era… es… —corregí rápidamente, intentando no hacer una mueca de dolor— el favorito de mi tía. El Met tiene uno de sus girasoles, uno de sus autorretratos y algunos más. —Me lo pensé—. Hace unos diez a?os que voy. No soy más que una hija de la constancia y la rutina.

Chasqueó la lengua contra el paladar.

—Eres el tipo de persona que se atiene a las instrucciones en la parte posterior de una caja de brownies, ?no?

—Esas instrucciones están ahí por una razón —respondí prácticamente—. Hornear es un arte preciso.

Puso los ojos en blanco.

—?Nunca coloreas fuera de las líneas, Lemon?

?No?, pensé, aunque no era exactamente cierto. Solía hacerlo, pero ya no.

—Te lo advertí —dije, bajando el resto de mi vino, y recogiendo nuestros platos para llevarlos al fregadero—, soy aburrida.

—Sigues diciendo esa palabra. No creo que signifique lo que tú crees que significa —dijo imitando a I?igo Montoya, y a mí me tocó poner los ojos en blanco. El vino me había calentado por dentro y me había relajado por primera vez en toda la semana.

—Bien, entonces inventa otra palabra que signifique aburrido y sin interés, tedioso…

—?Oyes eso? —interrumpió.

Puse mi plato encima del suyo y me detuve, ladeando la cabeza para escuchar. El fantasma de una melodía se colaba por los conductos de ventilación del piso de arriba. La se?orita Norris tocando el violín. Hacía a?os que no lo oía. Las cuerdas sonaban más dulces de lo que recordaba.

Inclinó la cabeza para escuchar.

Solo necesité unos compases para reconocer la melodía, y se me apretó el corazón.

—?Oh, conozco esta canción! —dijo con entusiasmo, chasqueando los dedos—. Es The Way of the Heart ó The Matters of the Heart ó… no, espera, The Heart Mattered (El Corazon importaba), ?creo? A mi madre le encanta ese viejo musical. —Tarareó unas notas con el violín, y no desafinó tanto—. ?Quién lo toca?

—Esa sería la se?orita Norris —contesté, se?alando hacia el techo. De todas las canciones para tocar, ?tenía que ser esa?—. Actuó en los fosos de Broadway durante a?os antes de retirarse.

—Es preciosa. Siempre que mi madre ponía esta canción, me ponía de puntillas y bailábamos por la cocina. No es fan de los musicales, pero le gusta esa.

Podía imaginarme a un peque?o Iwan bailando en la cocina sobre los dedos de los pies de su madre.

Dije, con los ojos fijos en el techo:

—Mi tía protagonizó ese musical, ?sabes?

—?De verdad? ?Así que es famosa?

—No, fue el único espectáculo de Broadway que hizo. Todo el mundo decía que era porque era demasiado engreída para seguir a Bette Midler o Bernadette Peters. Un talento tan joven y prometedor, después de a?os como suplente, ?abandonando de repente su arte? No la entendían —a?adí, un poco más suave, más amable, porque mi tía era muchas cosas: cari?osa y aventurera, pero también desordenada y humana. Algo que nunca llegué a reconocer hasta el final.

Las notas suaves y cálidas del violín del piso de arriba se colaban por el techo, una canción de amor. Había visto vídeos granulados de mi tía en YouTube. Estaba brillante y contagiosa, con sus vestidos brillantes y sus joyas extravagantes, cantando estribillos con toda su alma. Fue la única vez que la vi realmente feliz.

—La verdad es —continué, y no estaba segura de si era el vino lo que me hacía querer hablar de ella, o la forma en que Iwan me escuchaba, atenta y preciosa, como si mi tía hubiera importado algo más que yo—, que siempre tuvo miedo de que lo que viniera después de El corazón importaba no fuera tan bueno. Así que hizo algo nuevo. Envidio eso. Toda mi vida he querido ser como ella, pero no lo soy. Odio las cosas nuevas. Me gusta la repetición.

—?Por qué?

Volví mi mirada hacia él, estudiando a este extra?o al que no debería haber dejado quedarse en el apartamento de mi tía, y todas sus preguntas.

—Las cosas nuevas dan miedo.

—No tienen por qué darlo.

—?Cómo que no?

—Porque algunas de mis cosas favoritas aún no las he hecho.

—?Entonces cómo sabes que son tus favoritas?

En respuesta, se levantó de la mesa y me ofreció la mano.

Lo miré fijamente.

—No es una trampa, Lemon —dijo en voz baja, con su acento sure?o.

Miré su mano extendida y luego a él, y caí en la cuenta. Sacudí la cabeza.

—Oh, no. Sé lo que estás haciendo. Yo no bailo.

Empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás al son del violín y a tararear el estribillo. Por un momento el corazón importó, por un momento el tiempo se detuvo. Mi tía la había cantado a veces mientras doblaba la ropa o se rizaba el pelo, y el recuerdo era tan crudo que escocía.

—?Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez? —me preguntó, como retándome. Y si algo era además que una pesimista práctica, era alguien que nunca retrocedía ante un reto.

Me resistí.

—Te aseguro que he bailado antes.

—Pero no conmigo.

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