—?Siempre has querido trabajar en la edición de libros?
—No, pero me gusta donde estoy ahora. —Tomé otro sorbo de mi rosado, debatiéndome entre contarle o no las otras cosas sobre mí, los viajes al extranjero, el pasaporte lleno de tantos sellos que impresionaría a cualquier viajero de toda la vida, pero cada vez que se lo ense?aba a alguien se hacía una idea sobre mí. Que era una ni?a del caos con un corazón salvaje, cuando, en realidad, no era más que una ni?a asustada que se colgaba de los faldones azules de mi tía mientras me llevaba por el mundo. En cierto modo, solo quería que viera mi verdadero yo: el yo que nunca salía de la ciudad, ni siquiera para visitar a sus padres en Long Island, el yo que iba a trabajar y volvía a casa a ver repeticiones de Survivor el fin de semana y que ni siquiera podía reservar unas horas para ir a la exposición de arte de su exnovio.
Así que decidí no hacerlo y dije:
—Bueno, esa soy yo en pocas palabras. Una licenciada en historia del arte convertida en publicista de libros.
Me dirigió una mirada ponderada y frunció los labios. Tenía una peca en el lado izquierdo del labio inferior, y era casi imposible no mirarla.
—De alguna manera, siento que te estás vendiendo un poco mal.
—?Oh?
—Es una sensación —dijo, agarrando otro tomate de la bolsa de papel, y dio otro encogimiento de hombros—. Soy bastante bueno leyendo a la gente.
—?Oh?
—De hecho, estoy bastante seguro de que estoy a medio camino de averiguar tu color favorito.
—Es…
—?No! —gritó, sosteniendo el cuchillo hacia mí—. No. Voy a adivinarlo.
Eso me divirtió. Miré fijamente la punta de su cuchillo hasta que se dio cuenta de que lo tenía dirigido hacia mí, y entonces lo devolvió rápidamente a la tabla de cortar.
—Adivina, ahora.
—Es mi único superpoder, déjame impresionarte con él.
—Bien, bien —dije, porque estaba segura de que no iba a adivinarlo (después de todo, era una de las cosas más sorprendentes de mí), y lo observé deslizar los tomates cortados en dados a un lado de la tabla y luego sacar una cebolla para pelarla. Era muy hábil con las manos, hipnotizante de una forma que podría contemplar durante horas.
—?Y bien? —pregunté—. ?Cuál es mi color favorito?
—Oh, no voy a adivinarlo ahora —respondió tímidamente—. Apenas te conozco todavía.
—No hay mucho que saber. —Me encogí de hombros, mirándolo cortar la cebolla en dados—. Soy bastante aburrida. Mi tía era la que tenía todas las historias interesantes.
—?Tú y tu tía son íntimas? —preguntó.
Levanté la vista de sus manos, sin haber oído la última pregunta.
—?Hmm?
Levantó la mirada para encontrarse con la mía. Sus ojos eran del más hermoso gris pálido, más oscuros en el centro que en los bordes, tan leves que había que acercarse mucho para verlos.
—Tu tía y tú parecen muy unidas.
El tiempo presente me produjo un escalofrío. Fue inesperado y sorprendente, como un chorro de agua fría en la cara. Cierto, en su tiempo ella sigue viva, en algún lugar de Noruega conmigo, perseguida por una morsa en la playa. Me hizo sentir, por un momento, como si realmente estuviera aquí. De carne y hueso. Como si pudiera entrar en el apartamento en cualquier momento y estrecharme en uno de sus abrazos que aplastaban los huesos, y yo pudiera olerla: cigarrillos Marlboro y perfume Red y toques de lavanda del detergente para la ropa. ?Mi querida Clementine?, me decía. ?Qué sorpresa tan agradable?.
Tragué el nudo que se me formaba en la garganta.
—Yo… supongo que lo somos.
Mientras ponía las cebollas picadas en un cuenco aparte, me miró y frunció el ce?o.
—Esa mirada otra vez.
Parpadeé, sacándome de mis pensamientos, y puse la cara en blanco a propósito.
—?Qué mirada?
—Como si estuvieras saboreando algo agrio, tenías esa mirada antes.
—No sé de qué me hablas —respondí, mortificada, y me llevé las manos a la cara—. ?Qué aspecto tengo?
Se rio, suave y gentil, y dejó el cuchillo.
—Se te arrugan las cejas. ?Me permites?
—?Sí?
Se acercó al mostrador y presionó con el pulgar en el centro de mis cejas, y alisó la piel.
—Aquí. Como si de repente quisieras llorar.
Lo miré fijamente, con un rubor subiendo a mis mejillas. Me eché rápidamente hacia atrás.
—No es cierto —dije, mortificada—. Solo estás viendo cosas.
Volvió a tomar el cuchillo y empezó a destripar un pimiento.
—Lo que tú digas, Lemon.
Le lancé una mirada fulminante.
—Es Clementine.
—Clllllllemontine.
—De repente te odio.
Dio un grito ahogado, soltó el cuchillo y se golpeó el pecho con las manos.
—?Lemon, tan pronto? Al menos espera a probar mi comida primero.
—?Tendré una cena elegante esta noche?
Aspiró entre dientes.
—Uf, lo siento. No traje mi vajilla fina. Solo mis cuchillos finos. —Y volvió a tomar su cuchillo de cocinero—. Esta es Bertha.
Arqueé una ceja.
—?Le pones nombre a tus cuchillos?
—Todos ellos. —Luego se?aló hacia sus otros cuchillos extendidos sobre el mostrador y los presentó—. Rochester, Jane, Sophie, Adele…
—Son solo personajes de Jane Eyre.
—Son de mi abuelo —respondió, como si eso lo explicara todo.
Miré el que estaba usando. El mango, ahora que lo mencionaba, parecía un poco desgastado, y el brillo de la plata un poco apagado, pero estaba claro que los querían mucho y los cuidaban bien.
—?Era chef?
—No. Pero él quería serlo —respondió en voz baja, y percibí que era un tema difícil. ?Su abuelo seguía vivo? ?O había heredado esos cuchillos como yo este apartamento?
Aunque estaba segura de que sus cuchillos no eran de los que viajan en el tiempo.
—Bueno —dije, terminando mi vino—, es una pena que no tengamos la porcelana fina, supongo que seré inculta el resto de mi vida.
Y él a?adió.
—Algunos de mis amigos argumentarían que no se puede ser inculto en la comida porque la idea de comida culta deriva del aburguesamiento de las recetas en general.
La forma en que dijo esas palabras, y la severidad con que las dijo, era increíblemente atractiva. Se me cayó el estómago al preguntarme brevemente: ?Si es tan bueno con las palabras, ?qué tan bueno es con…??
—Entonces, ?soy culta? —pregunté, distrayéndome.
—Eres quien eres, y te gusta lo que te gusta —respondió, y no había sarcasmo en su voz—. Tú eres tú, y eso es ser una persona encantadora.
—Apenas me conoces.
Chasqueó la lengua contra el paladar y me estudió un momento, con los ojos un poco más oscuros que antes.
—Creo que tu color favorito es el amarillo —adivinó, y vio cómo la sorpresa se dibujaba en mi cara—. Pero no un amarillo brillante, sino más bien un amarillo dorado. El color de los girasoles. Puede que incluso sea tu flor favorita.
Me quedé con la boca abierta.
—?Supongo que estoy cerca? —preguntó con un suave retumbar, y la petulancia hizo que se me enroscaran los dedos de los pies.