The Seven Year Slip

—Quería casarme con ella.

Lo dijo en voz baja mientras bebía su tercera copa de merlot y jugábamos una partida de Scrabble la noche anterior a nuestro vuelo a Dublín. Recuerdo muy bien aquella cena, como cuando el cerebro se fija en una escena y la repite una y otra vez a?os después, cambiando solo ligeramente los detalles, pero nunca el desenlace.

—Encontrar a una persona era un poco más difícil hace veintitantos a?os. Para entonces, nos habíamos encontrado tantas veces en el tiempo que podía trazar las líneas de sus manos sobre las mías. Había memorizado las pecas de su espalda, las había dibujado formando constelaciones. El apartamento siempre nos unía cuando nos encontrábamos en una encrucijada, y nos encontrábamos en muchas: en nuestras carreras, en nuestras vidas personales, en nuestras amistades. Nos ayudábamos mutuamente. ?ramos las únicas que podíamos. —Tenía una mirada lejana—. Pensé que podría encontrarla, que sería fácil, que sería como ver a alguien que conociste en una acera abarrotada de gente, y tus ojos se cruzan y el tiempo se detiene. Pero el tiempo nunca se detiene —a?adió con amargura—. Pueden pasar muchas cosas en siete a?os.

No se equivocaba: en siete a?os iría a la universidad. En siete a?os, tendría mi primer novio, mi primer desenga?o amoroso. En siete a?os, tendría un pasaporte más gastado y curtido que la mayoría de los adultos que conocí. Solo podía imaginar lo que pasó en los siete a?os entre mi tía y Vera.

No tuve que hacerlo.

Era sencillo y triste:

Cuando encontró a Vera en el presente, era diferente. Había cambiado, poco a poco, como suelen hacerlo los a?os, y mi tía, con todo su amor por las cosas nuevas y emocionantes, temía que lo que tenían en aquel apartamento fuera del tiempo no durara. Temía que nunca volviera a ser tan bueno como antes. Que toda una vida juntas se agriara, que el segundo sabor no fuera tan dulce, que su amor se volviera rancio como el pan y sus corazones se enfriaran.

Al final, Vera había querido una familia, y Analea había querido el mundo.

—Así que la dejé marchar —dijo mi tía—, antes que cargar conmigo.

Y Vera siguió adelante. Dos ni?os por su cuenta. Volvió a su ciudad natal para criarlos. Volvió a la universidad. Se hizo abogada. Creció y cambió y se convirtió en alguien nuevo, como siempre te hace el tiempo. Y no miró atrás.

Mientras tanto, mi tía seguía igual, temerosa de guardar nada demasiado tiempo por miedo a que se estropeara.

Solo tenía dos reglas en este apartamento: una, quítate siempre los zapatos junto a la puerta.

Y dos: nunca te enamores.

Porque cualquiera que conocieras aquí, cualquiera que el apartamento te permitiera encontrar, nunca podría quedarse.

Nadie en este apartamento se quedó.

Nadie lo haría nunca.

Entonces, ?por qué el apartamento me daría a alguien ahora? ?Por qué no a mi tía, la persona a la que quería ver? ?Por qué me escupió a una época en la que ella no estaba, su apartamento prestado a un encantador desconocido con los ojos grises más penetrantes?

No importaba. Se habría ido para cuando volviera. El apartamento solo cometió un error o me estaba volviendo loca. De cualquier manera, no importaba porque no se iba a quedar.

Me encontré caminando un poco más lejos de lo previsto, hasta el Museo Metropolitano de Arte. Siempre acababa aquí cuando estaba estresada o perdida. La intemporalidad de los retratos, los amplios y coloridos paisajes, la visión del mundo a través de unas gafas rayadas con pintura. Recorrí las galerías y en ese tiempo conseguí reunir un poco más de decoro. Y un plan. De vuelta, me tomé un macchiato en la cafetería italiana frente al Monroe, me lo bebí de un trago, lo tiré a la papelera que había fuera del edificio y regresé al último lugar en el que quería estar.





Capítulo 6


  Segundas oportunidades


El camino desde el ascensor hasta el apartamento de mi tía en el cuarto piso se me hizo excepcionalmente largo y los nervios empezaron a crecer, como siempre que me acercaba a su puerta (?tu puerta? oía decir a Fiona). El pavor de entrar, mezclado con la incertidumbre de si volvería a ver a aquel desconocido, me retorcía el estómago. Realmente esperaba que se hubiera ido.

Me detuve en el B4, y la aldaba de la puerta me devolvió la mirada, la cabeza de león congelada para siempre en un medio grito, medio rugido.

—Bien, el plan es que si está ahí, lo persigas con el bate de béisbol que hay en el armario. Si se ha ido, bien hecho —murmuré mientras sacaba las llaves del bolso—. No te asustes como antes. Respira.

De alguna manera eso sonaba mucho más fácil de lo que realmente era.

Me temblaban las manos al introducir la llave en la cerradura y girarla. No era una persona supersticiosa, pero las vacilaciones de mi cabeza —no estar aquí, estar aquí— sonaban sospechosamente como si estuviera arrancando pétalos de una margarita.

La puerta crujió al abrirse sobre unas bisagras oxidadas y asomé la cabeza al interior.

No oí a nadie…

Tal vez se había ido.

—?Hola? —llamé—. ?Sr. Asesino?

Sin respuesta.

Aunque si fuera un asesino, ?respondería a que le llamaran así? Le estaba dando demasiadas vueltas. Entré y cerré la puerta tras de mí. El apartamento estaba tranquilo, la luz de la tarde proyectaba rayos dorados y anaranjados a través de las cortinas de tafetán del salón. Las motas de polvo bailaban a la luz del sol.

Puse el bolso en el taburete de debajo del mostrador y comprobé las habitaciones, pero él —y sus cosas— ya no estaban.

Mi alivio duró poco, sin embargo, cuando hice balance del apartamento. El calendario seguía marcando siete a?os atrás. Los retratos de la pared seguían allí, los que mi tía había quitado, regalado o destruido, y los que yo había guardado en el armario del pasillo. Su cama estaba en el dormitorio en vez de la mía, y sus libros seguían apilados desordenadamente en las estanterías de su estudio, aunque estaba segura de que ya había metido la mayoría en cajas.

Y luego estaba la nota, escrita en el reverso de un recibo con una letra larga y rasposa que no reconocí.

Perdón por la intromisión.

Le di la vuelta al recibo. La fecha era de hacía siete a?os, de una bodega de la esquina que desde entonces se había convertido en una boutique de muebles caros, de los que se encuentran en las remodelaciones ?farm-chic? con tablones de madera.

Mi pecho se contrajo de nuevo.

—No, no, no —supliqué. Las dos palomas estaban sentadas en el alféizar, apretadas contra el cristal como si quisieran estar dentro para ver el espectáculo. Parecían un poco alteradas por la ma?ana—. No.

Las palomas arrullaron, escandalizadas.

Apreté la mandíbula. Aplasté el recibo entre las manos y lo arrojé de nuevo sobre el mostrador. Tomé mi bolso. Y salí del apartamento. La puerta se cerró de golpe tras de mí.

Entonces la volví a abrir y entré.

El recibo todavía estaba allí.

Me di la vuelta. Salí del apartamento.

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