The Seven Year Slip

Entraron como murciélagos del infierno, ratas de la noche, terrores vengativos.

—?Las palomas! —grité. Una de ellas aterrizó con un fuerte golpe en la encimera, la otra dio una vuelta por el salón antes de posarse en mi pelo. Las garras me ara?aron el cuero cabelludo, enredándose en mi pelo ya anudado—. ?Sácala! —grité—. ?Quítamela!

—?No te muevas! —gritó, agarró a la paloma por el cuerpo y la sacó suavemente de mi pelo. No quería soltarse. Me debatí entre afeitarme o no toda la cabeza en ese momento. Pero sus manos eran suaves e hicieron que mi corazón, presa del pánico, latiera un poco más racionalmente—. La tengo, la tengo, buena chica —murmuró en voz baja y suave, aunque no estaba segura de si era a la paloma o a mí.

Me alegré de que no pudiera ver el rubor que subía por mis mejillas.

Entonces fuimos libres. Me alejé de la paloma, detrás del sofá, mientras él la mantenía a distancia.

—?Qué hago? —preguntó dubitativo.

—?Suéltala!

—?Acabo de atraparla!

Hice la mímica de tirarla.

—?POR LA VENTANA!

La paloma giró la cabeza como la ni?a de El exorcista y le parpadeó. Hizo una mueca y la arrojó por la ventana. Levantó el vuelo y se dirigió al tejado de enfrente. Suspiró. La otra paloma parpadeó, arrullando, mientras se acercaba al borde del mostrador y mordisqueaba un trozo de correo.

—Erm, supongo que estos son… ?Mother y Fucker? —preguntó, un poco a modo de disculpa.

Me acaricié el pelo.

—?Ahora recuerdas la nota?

—Podría haber especificado palomas —contestó, y fue por la otra. Empezó a correr hacia el otro lado, pero él chasqueó la lengua para intentar acorralarla.

Observé con creciente pánico.

Hace siete a?os tenía que irme de mochilera por Europa con mi novio de entonces, pero rompimos justo antes de partir. En retrospectiva, me sentí más desconsolada por eso que porque él rompiera conmigo. Entonces mi tía apareció en casa de mis padres, con un pa?uelo de viaje atado a la cabeza, gafas de sol en forma de corazón y una maleta a su lado. Me había sonreído desde el porche y me había dicho: —Vamos a perseguir la luna, mi querida Clementine.

Y lo hicimos.

Ella no sabía a dónde íbamos y, desde luego, yo tampoco.

Mi tía y yo nunca teníamos un plan cuando perseguíamos una aventura.

?Había dicho que había subarrendado su apartamento? Yo… no lo recordaba. Aquel verano había sido un borrón de otra chica sin mapa ni itinerario ni destino.

—Este apartamento es mágico —resonaba en mis oídos la voz de mi tía, pero no era verdad. No podía ser verdad.

—Yo… Tengo que irme —murmuré, agarrando mi bolso junto al sofá—. Vete para cuando vuelva. O veras.

Y huí.





Capítulo 5


  El tiempo compartido


Salí a trompicones del ascensor, aspirando una bocanada de aire tras otra, tratando de aflojar el pecho. Para calmarme. Respirar.

Estaba bien, estaba bien…

Estoy bien.

—?Clementine! Buenos días —dijo Earl, inclinando su gorra hacia mí—. Está un poco lloviznoso esta ma?ana, ?pasa algo?

Sí, quería decírselo. ?Hay un extra?o en mi apartamento?.

—Solo voy a dar un paseo —me apresuré a decir, mostrándole una sonrisa que esperaba significara que no pasaba nada, y salí rápidamente a la lúgubre ma?ana gris. La humedad se me pegaba como una segunda piel y la ciudad era demasiado ruidosa para ser las nueve y media de la ma?ana.

Me había quedado dormida con la ropa de ayer, y me di cuenta de que aún la llevaba puesta. Me alisé la blusa, me recogí el pelo en una peque?a coleta y esperé que el rímel no se hubiera corrido demasiado. Aunque así fuera, estaba segura de que no era la persona más fea del barrio.

Al fin y al cabo, ésta era la ciudad que nunca dormía.

?Por qué no le dije a Earl lo del hombre en mi apartamento? Podría haber subido y haberlo desalojado…

?Es porque te crees la historia?.

Mi tía era buena contando historias, y la que me contó sobre el apartamento siempre se me había adherido como el pegamento.

Obviamente, su apartamento tenía sus peculiaridades: las palomas del aire acondicionado se negaban a marcharse generación tras generación, la séptima tabla del salón crujía sin motivo aparente y bajo ningún concepto se podía abrir el grifo y la ducha al mismo tiempo.

—Y —había dicho ella con gravedad, aquel verano en que cumplí ocho a?os y creí saber qué hacía mágico a este apartamento, pero no era así—, dobla el tiempo cuando menos te lo esperas.

Como las páginas de un libro, uniendo un prólogo con un final feliz, un epílogo con un comienzo trágico, dos medios tiempos, dos clímax, dos historias que nunca acaban de encontrarse en el mundo exterior.

—Un momento estás en el presente en el vestíbulo… —se?aló hacia la puerta principal, como si fuera un viaje que ya había vivido, siguiendo sus pasos en el mapa de su memoria—… y al siguiente abres la puerta y te deslizas en el tiempo hacia el pasado. Siete a?os. —Luego, un poco más tranquila—: Siempre son siete a?os.

La primera vez que me contó la historia, sentada en su sillón azul, con un cigarrillo Marlboro en la mano, solo me contó las partes buenas. Después de todo, yo tenía ocho a?os y mi primer verano con mi tía se extendía ante mí.

—Hace unos veinte a?os, mucho antes de que nacieras, el verano era sofocante y una tormenta se abatió sobre la ciudad. El cielo brillaba con relámpagos…

Mi tía era una gran contadora de historias. Todo lo que contaba me daba ganas de creerlo, incluso cuando me daba cuenta de que Papá Noel no existía.

Según me contó, acababa de comprar el piso y mi madre la había ayudado a mudarse esa misma ma?ana, así que las cajas de cartón con sus cosas estaban apiladas a lo largo de las paredes, con palabras en los laterales que detallaban lo que había dentro con letra larga y alambicada. Cocina, dormitorio y música. Acababa de terminar su carrera con El corazón importaba, el espectáculo de Broadway que había protagonizado. Tenía veintisiete a?os y todo el mundo se preguntaba por qué no había vuelto a actuar.

Tal y como ella lo contaba, el apartamento estaba vacío. Era como una habitación sin libros. Su agente inmobiliario había conseguido el piso barato —al parecer, el vendedor quería deshacerse de él rápidamente— y mi tía no era de las que a caballo regalado le miran el diente. Salió a comprar comida (y vino), porque no iba a pasar la primera noche en su nuevo piso durmiendo en el suelo sobre un colchón inflable sin al menos un trozo de queso brie y un poco de merlot que le hicieran compa?ía.

Volvió a su nuevo apartamento, pero algo no iba bien.

No había cajas en el salón. Y estaba amueblado. Había plantas por todas partes, discos de grupos antiguos colgados en las paredes, un enorme equipo de música con un tocadiscos bajo las ventanas del salón. Pensó que se había equivocado de piso, así que dio media vuelta y se marchó…

Pero no, era el B4.

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