Volvió a entrar y todos los muebles seguían allí.
Al igual que una extra?a joven sentada en el alféizar, con la ventana abierta, dando la bienvenida a cualquier brisa que rompiera el sofocante calor de un verano neoyorquino. La humedad flotaba en el aire, goteando, el cielo sin nubes de la tormenta eléctrica que debería haber empapado la ciudad momentos antes. Sus largos pantalones cortos beige eran una talla más grande, su camiseta de tirantes tan chillona que debería haber estado en un especial de Jazzercise. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta con un coletero azul brillante, y estaba dando de comer a dos palomas en el alféizar, hablándoles con suaves arrullos, hasta que se fijó en mi tía y apagó el cigarrillo en un cenicero cristalino, con las gruesas cejas bien levantadas.
Como solía decir mi tía, era la mujer más hermosa que había conocido, la luz del sol la enmarcaba en un halo de luz. Fue el momento exacto en que se enamoró.
—Siempre lo sabes —me dijo conspiradoramente—. Siempre sabes en qué momento te enamoras.
La mujer miró confundida a mi tía, y luego…
—Oh, así que pasó de nuevo.
—?Qué ha pasado? ?Qué pasa? ?Quién eres? —preguntó mi tía, sin saber qué decir, porque estaba segura de que había entrado en el apartamento correcto. No tenía tiempo para algo así. El calor del verano ya la había irritado, y sus pisos estaban empapados por la lluvia que ahora no aparecía por ninguna parte, y necesitaba guardar la leche antes de que se estropeara.
La mujer se volvió hacia ella con una sonrisa.
—Es un poco extra?o, pero pareces el tipo de persona que podría creerlo.
—?Te parezco tan crédula?
Sus ojos se abrieron de par en par.
—No me refería a eso en absoluto. Te acabas de mudar, ?verdad? Al Monroe… todavía se llama así, ?no?
—?Por qué no iba a ser así?
La mujer se llevó un dedo a los labios y dio unos golpecitos.
—Las cosas cambian. Soy Vera —dijo, y extendió la mano—. Yo vivía aquí.
—?Vivías?
—Técnicamente todavía lo hago, para mí. —La sonrisa de Vera se ensanchó y se?aló la compra de mi tía—. Puedes ponerlos en la nevera. Estaba a punto de hacer unos fettuccine de verano, si quieres quedarte y te explico…
Mi tía, nerviosa, se giró rápidamente y se dirigió de nuevo a la puerta.
—De ninguna manera.
Así que volvió a salir y buscó al conserje, que le abrió la puerta —la misma por la que había venido, el B4, así que no se había equivocado de sitio antes— y la dejó entrar en su peque?o apartamento vacío. Sus cajas de cartón la recibieron. El conserje miró a su alrededor para su tranquilidad, pero no encontró a la menuda intrusa por ninguna parte, y mi tía tampoco pudo encontrar ninguno de los muebles que había visto. Ni el tocadiscos, ni las plantas, nada de nada.
No volvió a ver a la mujer hasta pasados unos meses. Para entonces, mi tía ya no dormía en el suelo, se había comprado un sillón reclinable de color azul huevo de petirrojo que colocó de inmediato en un rincón del salón, y su nevera estaba repleta de vino y queso, con una guía de viajes de Malasia abierta y boca abajo sobre la encimera de la cocina.
Salió de su apartamento por un segundo —el tiempo suficiente para recoger un paquete del buzón de abajo— y, cuando abrió la puerta y volvió a entrar, se encontró de nuevo en el mismo apartamento extra?o, con los discos en las paredes y las plantas desbordando los mostradores, apiladas a lo largo del alféizar.
La misma mujer, con el pelo rapado, descansaba en un sofá raído que había pasado de moda en los a?os sesenta. Miró a su invitada por encima de un ejemplar de Jane Eyre y se incorporó rápidamente.
—?Oh, has vuelto!
La mujer, Vera, también parecía muy contenta de verla. Lo cual era extra?o en mi tía. La mayoría de la gente, después de que ella hiciera implosionar su carrera, solo parecía mirarla con perplejidad o leve desdén. Mi tía no sabía muy bien qué hacer. ?Debía marcharse de nuevo, llevarse el super?
?Obviamente, esta vez no?, se burló mi tía, y agitó la mano en el aire con desdén.
—Ni siquiera pudo arreglar mi plaga de ratas. ?Y yo esperaba sacar a toda una persona de mi piso? De ninguna manera.
En cambio, mi tía aceptó la invitación de Vera a comer fettuccine, una comida que nunca era igual dos veces. Vera nunca medía los ingredientes y verla en la cocina era como presenciar un huracán personificado. Estaba en todas partes a la vez, sacando cosas, medio pensadas, de los armarios y abandonándolas en la encimera, olvidando la olla hirviendo en el fuego, decidiendo una ensalada de acompa?amiento en el último momento —pero, oh, ?qué tipo de ali?o?— y todo mientras le contaba a mi tía esta historia absolutamente imposible.
De un apartamento que a veces se deslizaba en el tiempo: siete a?os adelante, siete a?os atrás.
—?Como un salto de siete a?os? —había preguntado irónicamente mi tía, y Vera había puesto cara de angustia por haberlo adivinado.
—No, ?como el número de la suerte! El siete. Debe dar suerte, ya que estás aquí.
Mi tía juraba que nunca se había puesto nerviosa en toda su vida, pero en aquel momento no tenía ni idea de qué decir. Hablaron durante horas sobre pasta al dente y ensalada marchita. Hablaron hasta que el horizonte se ti?ó de rosa. Se rieron con vino barato, y cuando mi tía contaba esta historia, se podía ver la felicidad que llenaba su cara de juventud y amor. Nunca tuve la menor duda de que quería a Vera.
La quería tanto que empezó a llamarla ?mi sol?.
Y ahí era donde ella siempre se detenía en su historia —en la gran revelación, la maravilla y la magia de este apartamento que se deslizaba a través del tiempo— y cuando yo era ni?a, eso era suficiente. Era un final feliz, y yo tenía que existir en ese mismo espacio, abriendo puertas, con la esperanza de deslizarme también hacia un pasado desconocido, o tal vez un futuro. Dentro de siete a?os, ?tendría éxito? ?Sería popular? ?Guapa?
?Tendría mi vida resuelta? ?Me enamoraría?
O si me deslizaba al pasado, ?me encontraría con mi tía de las fotos de cuando nací? La mujer más tranquila y reservada que parecía un poco perdida en aquellas fotos, y nunca entendí muy bien por qué.
Tardé unos a?os en darme cuenta de que solo me había contado las partes buenas aquella primera tarde de verano, cuando intentaba llenar el silencio.
Tenía doce a?os cuando por fin me contó las partes tristes. Me dijo que prestara atención, que la angustia también era importante.
La noche de verano era fresca y había tormenta mientras comíamos unos fettuccine que nunca eran iguales. A estas alturas ya me sabía esta historia de memoria, deseando que cada vez que entrara en el apartamento me eligiera para llevarme…