—Un golpe de suerte —respondí, y él sonrió tanto que le brillaron los ojos—. Bueno, ?cuál es el tuyo?
La sonrisa torcida se dibujó en sus labios. Chasqueó de nuevo la lengua contra el paladar.
—Eso sería hacer trampa, Lemon —ronroneó—. Tendrás que adivinarlo.
Luego se bajó de la encimera y volvió a cocinar. Y así, el momento de tensión estalló como una burbuja, aunque aún me sentía embriagada por lo cerca que había estado.
Tomé la botella de rosado y me serví otra copa, la iba a necesitar. Creo que esta noche he mordido más de lo que podía masticar. Si ahora tenía veintiséis a?os, en mi época tendría… ?treinta y tres? Probablemente alquilando en algún lugar de Williamsburg, si se quedaba en la ciudad, con un compa?ero y un perro al menos. (Parecía que le gustaban los perros.) No llevaba anillo, pero en siete a?os pasaban muchas cosas.
Podrían pasar muchas cosas.
La historia de mi tía estaba cruda en mi memoria. Primera regla: quítate siempre los zapatos junto a la puerta.
Segunda, nunca te enamores en este apartamento.
No me preocupaba demasiado.
Agarró una sartén de la rejilla y le dio vueltas en la mano, casi dándose un golpe en la sien. Intentó fingir que no se había desmayado mientras dejaba la sartén sobre el quemador izquierdo de la estufa.
—No he preguntado —dijo—, ?pero te apetecen fajitas esta noche? Es la receta de mi amigo.
Fingí horrorizarme y agarré mis perlas imaginarias.
—?Qué, no hay sopa de guisantes para mis delicadas papilas gustativas?
—A la mierda la sopa de guisantes. —Luego, más tranquilo, a?adió—: Eso es ma?ana por la noche.
Capítulo 8
Romance en chocolate
Las fajitas eran, sorprendentemente, excelentes.
—No sé si debería alegrarme de que te sorprendas o sentirme un poco ofendido —murmuró, sirviéndose otro vaso de bourbon (que también había utilizado para sazonar las tiras de filete cuando las cocinaba).
Nos sentamos en la mesa amarilla de mi tía, en la cocina, y comimos unas de las mejores fajitas que había probado en mi vida. La ternera estaba tierna —debía de ser flancos o falda—, tan jugosa que se deshacía en la boca, con un toque final de ese sabor ahumado a bourbon. El condimento era dulce y picante a la vez, lo justo de chile en polvo para compensar la pimienta de cayena. Los pimientos y las cebollas estaban crujientes, y seguían chisporroteando cuando trajo la sartén y la puso en el centro de la mesa, junto con tortillas calientes, crema agria, guacamole y salsa picante.
Me dijo que había aprendido a hacerlos con su compa?ero de habitación en esa escuela culinaria de lujo suya y que era una receta especial de la familia, así que aunque me encantaran, había jurado guardar el secreto.
—Algún día lo convenceré para que abra un restaurante o un camión de comida, al menos —a?adió desafiante, picoteando los pimientos que sobraban en su plato—, y me lo agradecerá.
—?O claro! —bromeé. Di un último mordisco a la fajita antes de darme cuenta de que estaba llena y no podía comer más, y aparté el plato con un gemido—. Bien, lo he decidido: si sigues cocinando así, puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
Arrancó un trozo de tortilla, agarró con ella un trozo de pimiento y un filete, y se lo comió.
—Esa es una declaración peligrosa, Lemon.
—?Peligrosa o genial? Siempre he querido tener un chef en casa, como las estrellas de cine. ?Cómo es tener comidas preparadas para ti? ?Tienes hambre? —Y le hice una se?al a nuestro camarero imaginario—. Por favor, me encantaría un escargot junto a la cascada en la terraza de la piscina.
Soltó una carcajada.
—Bromeas, pero conozco a alguien que hace eso en Los ?ngeles —dijo—. Lo odia, pero le pagan bien y se queda. Yo no podría. Siempre quieren lo mismo: bajo en carbohidratos, baja en calorías, ceto, limpieza, vegetariana, lo que sea, demasiado desalmado para mí. No es lo bastante aventurero.
—?Así que obviamente quieres ir a trabajar a un restaurante donde tienes que cocinar lo mismo todos los días?
Puso los ojos en blanco.
—Todos los días lo mismo —repitió entre comillas, y acercó la silla, con los ojos brillantes de pasión. El gris se arremolinaba, como el ojo de un huracán, tan fácil de perderse en él que casi sentí que podía hacerlo—. Lemon, en primer lugar, el menú es de temporada, y en segundo, la práctica hace al maestro. ?Cómo si no aprendes a hacer la comida perfecta?
Eso me despertó la curiosidad. ?Qué tipo de comida podía apasionarle tanto? Me pregunté, apoyándome en la mesa: —?Qué lo hace perfecto?
—Imagínate —empezó, con voz dulce y suave como el caramelo de mantequilla—, tenía ocho a?os y viajé a Nueva York con mi madre, mi hermana y mi abuelo por primera vez. Mientras mamá llevaba a mi hermana a algunos de sus viejos locales, yo iba con mi abuelo a un peque?o restaurante del SoHo. Estaba muy emocionado. Llevaba toda la vida trabajando en una fábrica de vaqueros, pero siempre había querido ser cocinero. Leía religiosamente revistas gastronómicas, cocinaba para amigos, familiares, cumplea?os, fiestas de barrio, aniversarios, los viernes, cualquier ocasión que se lo permitiera. Y desde que tengo memoria, siempre había querido ir a un restaurante. Yo no sabía entonces que era de categoría mundial, con estrellas Michelin colgadas en la pared. Solo sabía que a mi abuelo le encantaba su chef de cocina, Albert Gauthier, un genio de las ciencias culinarias. A mí me daba igual, tenía ocho a?os y me estaban dando de comer, pero mi abuelo estaba muy contento. A él le dieron una especie de filete tártaro —y su boca se torció entonces en una sonrisa tierna y evocadora que le llegó hasta los ojos y casi los hizo brillar, de lo feliz que estaba— y a mí me dieron las pommes frites, y toda mi vida cambió.
—?Pommes…?
—Papas fritas, Lemon. Eran papas fritas.
Lo miré fijamente.
—?Tu vida cambió por unas papas fritas?
Soltó una carcajada, brillante y dorada, y dijo para mi total sorpresa: —Suelen hacer las cosas que menos te esperas.
Se me encogió el corazón por un momento, porque eso también lo diría mi tía. Ese terrible tópico de las tarjetas Hallmark.
—Mi abuelo nunca tuvo la oportunidad de abrir un restaurante, pero le encantaba cocinar y me transmitió ese amor. —Su voz seguía siendo ligera, pero no me miró cuando dijo—: Le diagnosticaron demencia el a?o pasado. Es extra?o ver cómo el hombre al que siempre he admirado, esa fuerza imparable, se va haciendo cada vez más peque?o. No físicamente, sino solo… sí.
Pensé en los últimos meses con mi tía. Cómo, en retrospectiva, ella también se hacía cada vez más peque?a, como si de repente el mundo fuera demasiado grande. Me tragué el nudo que se me hacía en la garganta y cerré los dedos en pu?os bajo la mesa, resistiendo el impulso de abrazarlo, aunque parecía que lo necesitaba.