—Lo siento.
—?Qué? —preguntó él, sorprendido, y de repente educó sus emociones en una sonrisa agradable—. No, no, está bien. Me has preguntado qué hace que una comida sea perfecta. Es esto. La comida —se?aló nuestros platos casi vacíos— es una obra de arte. Eso es una comida perfecta: algo que no solo se come, sino que se disfruta. Con amigos, con la familia e incluso con desconocidos. Es una experiencia. Lo pruebas, lo saboreas, sientes la historia contada a través de los intrincados sabores que recorren tu lengua… es mágico. Romántico.
—?Romántico, de verdad?
—Absolutamente —respondió, casi con reverencia—. Ya sabes de lo que hablo: una rica tarta de queso con la que sue?as horas después. La suave luz de las velas, un plato de queso y un buen vino. La embriaguez de un guiso descarado. Las promesas mullidas de un pan de brioche dorado. —La pasión en su voz era contagiosa, y contuve una sonrisa mientras me pintaba un cuadro con sus palabras, sus manos agitándose en el aire, dejándose llevar. Su alegría hizo que me doliera el corazón como nunca lo había sentido. No un dolor triste, sino la nostalgia de algo que nunca antes había sentido—. Una tarta de limón que hace que se te enrosquen los dientes de placer. O un trozo de chocolate al final de la noche, suave y sencillo. —Luego se levantó de la mesa, fue a tomar algo de un estante de la nevera y me lo tendió.
Lo tomé. Un chocolate envuelto en papel de aluminio.
—Romance, Lemon —dijo—. ?Sabes?
Le di vueltas al chocolate entre los dedos. No, pensé, mirando a aquel extra?o hombre de cabeza rojiza, camisa con el cuello alargado, vaqueros raídos y un tatuaje de ramitas de cilantro y otras hierbas en el brazo.
Y ese era un pensamiento peligroso.
Yo había tenido comidas memorables antes, pero no podía describir ninguna de ellas como romántica, al menos no de la forma en que él lo hacía: corriendo por los aeropuertos con comida rápida en una mano y un talón de billete en la otra, cenas nocturnas bajo la lluvia acurrucados bajo toldos porque el restaurante estaba demasiado lleno, pretzels de vendedores ambulantes, cruasanes de panaderías sin nombre, ese almuerzo de ayer en Olive Branch, regado con un vino demasiado seco.
—Supongo que nunca he tenido una comida perfecta —dije finalmente, dejando el chocolate en el borde de la mesa—. Siempre me he sentido fuera de mi elemento cada vez que voy a uno de esos sitios elegantes de los que probablemente hablas. Siempre tengo miedo de elegir la cuchara equivocada o de pedir el plato equivocado o algo así. Maridar el vino equivocado con el corte de filete equivocado.
Sacudió la cabeza.
—No estoy hablando de eso. Un restaurante no tiene por qué ser lujoso, con untados artísticamente de coulis y beurre blanc…
—?Qué es eso?
—Exactamente. No tiene importancia. Puedes conseguir comidas deliciosas en un negocio familiar con la misma facilidad que en un restaurante con estrellas Michelin.
—Y uno requiere menos Spanx. O, escúchame, puedo quedarme en casa y comer un PB&J.
—Podrías, aunque ?y si resulta ser tu última comida?
Parpadeé.
—Vaya, eso se oscureció rápido.
—?Seguirías quedándote en casa y comiendo un PB&J si lo supieras?
Fruncí el ce?o y me lo pensé un momento. Luego asentí.
—Creo que sí. Mi tía solía hacerme sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada cada vez que venía a visitarla porque es una cocinera malísima. Siempre le ponía más mantequilla de cacahuete que mermelada, así que se me quedaba pegado al paladar…
Se sentó derecho.
—?Eso es! La comida perfecta.
—Yo no la llamaría perfecta, pero…
—Acabas de decir que lo comerías como tu última comida, ?verdad?
Tenía razón.
—Oh —jadeé, entendiendo por fin lo que quería decir—. Es menos sobre la comida, entonces, y más sobre…
—El recuerdo —terminamos juntos. Su mueca se convirtió en una sonrisa torcida y entra?able que hizo brillar sus ojos.
Volví a sentir un rubor que me subía por el cuello hasta la cara.
—Eso es lo que quiero hacer —dijo, apoyando los codos en el borde de la mesa. Las mangas de su camiseta abrazaban con fuerza sus bíceps. No es que estuviera mirando. Desde luego que no—. La comida perfecta.
Puede que fuera la buena comida o las tres copas de vino, pero empecé a pensar que tal vez sí podía. Quién sabe, quizá ya lo había hecho en mis tiempos. Intenté imaginármelo con uniforme de cocinero, una filipina blanca que le cubría los hombros y los tatuajes esporádicos que llevaba en los brazos, pero no conseguí enfocar la imagen. No parecía el tipo de hombre que sigue las reglas normales. Parecía una excepción.
Desenvolvió su chocolate y se lo metió en la boca, y lo enrolló en su mejilla para que se derritiera solo.
—?Y tú?
Mis hombros se cuadraron ante la repentina pregunta.
—?Y yo qué?
—?Por qué quieres ser publicista de libros?
—Solo… lo hago, supongo.
Arqueó una ceja gruesa. En realidad, era una ceja bastante exasperante. La mayoría de las veces, los chicos se limitaban a asentir cuando oían a qué me dedicaba y pasaban a… literalmente cualquier otra cosa.
—?Cómo empezaste? —preguntó—. Te especializaste en historia del arte, ?verdad? ?No era algo que siempre quisiste hacer?
—No… —Admití, desvié la mirada y me concentré en un trozo de pintura desconchada sobre la mesa amarilla, rascándolo para descubrir el sándalo que había debajo—. No lo sé. Supongo que… el verano después de la universidad, mi tía y yo viajamos por Europa. —Este a?o, en realidad. El verano que estuvo aquí en este apartamento. No sabía por qué le estaba contando todo esto. Pensé que había decidido antes que no lo haría—. Había estado pensando en lo que quería hacer en mi último a?o de universidad, y realmente no quería ser conservadora, pero… Me encantaban los libros. Sobre todo las guías de viaje. Mi tía y yo siempre comprábamos una allá donde íbamos. Igual que hay secretos en las memorias y confesiones en las novelas, hay una firme certeza en una buena guía de viajes, ?sabes?
—Siento algo parecido por un buen libro de cocina —respondió, asintiendo—. No hay nada igual.