The Seven Year Slip

Le pregunté, muy seria:

—?Qué le ha pasado a tu camisa?

—No llevo ninguna en la cama —respondió simplemente y se hizo a un lado para dejarme entrar en el cuarto de ba?o—. ?Te importa?

Por supuesto, si yo era una monja.

—Oh, no —dije fríamente—, está bien.

—De acuerdo.

Otra pausa incómoda.

Entonces pregunté:

—?Seguro que no quieres que duerma en el…?

Puso los ojos en blanco.

—Si alguien va a dormir en el sofá, soy yo.

—Me niego. Eres el invitado de mi tía.

Cruzó los brazos sobre el pecho e intenté no mirar cómo se movían sus músculos bajo la piel. La forma en que mantenía el hombro derecho un poco más alto que el izquierdo. La forma en que yo quería poner mi boca sobre esa marca de nacimiento en forma de media luna.

—Entonces estamos en un punto muerto —dijo.

—Bien —murmuré, apartando los ojos de él, y saque una camiseta y unos pantalones cortos de algodón del armario de mi tía, y me encerré en el ba?o. Me eché agua fría en la cara y decidí olvidarme definitivamente de su aspecto sin camiseta. No es que me hubiera quedado mirando el corte de sus músculos al desaparecer bajo el pantalón azul del pijama. No es que me restregara la cara en carne viva tratando de sacarme los pensamientos salaces de la cabeza.

En serio, ?mi boca en su marca de nacimiento? Ugh.

Aunque mi tía ya no estaba, juraba que la oía reírse de mí desde dondequiera que estuviera ahora.

??Ves, cari?o?? me decía. ?Puedes planearlo todo en tu vida, y aun así te tomará por sorpresa?.

Y —peor aún— era una sorpresa que empezaba a gustarme. Eso era lo que más me asustaba. La forma en que me preguntaba cómo pintarle los ojos: más azul, probablemente, en capas después de que se secara el gris diluido. La forma en que recordaba cómo se sentían sus manos en las mías, callosas y suaves, cómo su otra mano, mientras bailábamos, seguía las crestas de mi columna vertebral por mi espalda, un poco demasiado lejos y no lo suficiente.

Algo, algo bien planeado.

Y eso —todo eso, la forma en que pintaba sus ojos, el roce de su mano en la parte baja de mi espalda mientras bailábamos, su sonrisa torcida, la sensación de burbujas efervescentes de champán en mi pecho cada vez que encontraba mi mirada— me aterrorizaba.

—Una vez más —murmuré mientras salía sigilosamente del ba?o y tomé el bolso y las llaves—. Inténtalo una vez más.

No se oía nada en la habitación de mi tía, así que supuse que Iwan ya se había ido a la cama. Si me iba, cerraba la puerta y volvía, quizá ya se habría ido. Quizá el apartamento no me enviaría de nuevo a esta época.

Así que eso es exactamente lo que hice.

—Adiós —susurré, odiando no poder decírselo a la cara, pero era lo mejor. Tenía que irme. Nada bueno podía pasar si me quedaba.

Abrí la puerta. Salí.

Esperé uno… dos… tres…

Conté hasta siete. Un número de la suerte.

Luego introduje la llave, giré la cerradura y, mientras contenía la respiración, abrí la puerta y volví a entrar.

Y cuando la puerta se cerró, me di cuenta de que estaba en un gran problema.

Así que me arrastré por el pasillo hasta el dormitorio y me deslicé hasta el lado izquierdo de la cama. Iwan ya respiraba profundamente, girado sobre un costado, con la luz de la luna proyectándose blanca sobre su pelo casta?o, convirtiendo el pelirrojo en fuego. Tenía agujeros en la oreja de donde, supuse, solía llevar pendientes, y el tatuaje de un batidor muy peque?o detrás de la oreja izquierda, y me di cuenta de que no era el tipo de chico que me gustaba, y desde luego yo no era el tipo de chica que le gustaría. Remilgada y ansiosa, un desastre roto y horrible con paredes tan altas que había olvidado lo que había bloqueado al otro lado.

—Duérmete, Lemon —murmuró, con su acento sure?o cargado de sue?o.

Mortificada, me metí rápidamente bajo las sábanas, le di la espalda y esperé a que el sue?o o la muerte me reclamaran.





Capítulo 10


  Espacios (sub)liminales


La luz de la ma?ana entró a través de las cortinas del dormitorio. Tenía la cabeza confusa, el edredón se me había caído a mitad de la noche. Rodeé con el brazo la almohada que había en medio de la cama y hundí la cabeza en ella. Hacía calor y el apartamento estaba en silencio. Había tenido un sue?o encantador: por una vez había cenado con un hombre que sabía cocinar. Nunca había salido con nadie que supiera hacer algo en la cocina que no fuera queso a la plancha. También tenía una bonita sonrisa y unos ojos preciosos, y me entraron ganas de reírme de mí misma porque nunca haría ni la mitad de las cosas que hacía en aquel sue?o. No lo dejaría quedarse en el apartamento de mi tía. No bailaría con él en la cocina. No dormiríamos en la misma cama, con una almohada entre los dos.

… Una almohada que seguramente estaba abrazando en ese momento.

Y, de repente, todo se me vino encima. Me desperté sobresaltada y me incorporé con dificultad, agarrando el reloj de la mesilla de noche: las 10:04 a. m. Miré a mi alrededor. Era la habitación de mi tía. Su planta de monstera marchita en un rincón, su tapiz del Líbano en la pared.

Ayer había sido real.

Oh… oh, no.

Enterré la cabeza en la almohada y respiré hondo.

—Levántate —me dije. Iwan debe de estar por aquí. Su hendidura seguía en la cama a mi lado, pero ya no estaba caliente. ?Cuándo se había despertado? Tenía un sue?o tan pesado que no me despertaría ni aunque estallara una bomba atómica. Dios, esperaba no haber babeado mientras dormía.

Pasé las piernas por encima de la cama y me puse en pie. Sus cosas de aseo seguían en el cuarto de ba?o (no es que lo hubiera comprobado) y su mochila seguía en el otro extremo de la cómoda de mi tía (la vi casualmente al salir de la habitación), pero él no estaba por ninguna parte.

Una sensación de soledad y pesadez se anudó en medio de mi pecho cuando entré en la cocina. ?l había guardado los platos esta ma?ana, todo había vuelto a su sitio la noche anterior, aunque yo había ordenado las copas de vino y apilado los utensilios en los cajones, donde él los había colocado al azar. En realidad, era algo automático, una forma de mantener las manos ocupadas. El apartamento estaba tan tranquilo sin nadie más, los sonidos de la ciudad apagados, un zumbido sordo de motores de coches y arrullos de palomas y gente.

Cuando abrí la caja del pan para sacar un panecillo, me fijé en un trozo de papel que había sobre la encimera, atrapado bajo un bolígrafo, con una letra rayada.

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