ángeles en la nieve

—Después de limpiar la nieve, o lo que hiciera, a veces tomábamos chocolate caliente y hablábamos sobre la Biblia.

—Se me olvidaba que estás aquí para redescubrir tus raíces religiosas. ?Qué tal va eso?

Parece herida, pero vuelve a llevar la conversación a su terreno.

—No hace falta que seas sarcástico. La gente cambia, ?sabes? Cuando te he visto, estaba volviendo a casa de una reunión en la iglesia. Para mí lo de la religión es algo serio. Sólo me preguntaba cómo es que un buen chico como Heikki pudo haber hecho algo así.

—Parece que te preocupa.

—Quizá sea curiosidad malsana; no te enteras cada día de que un chico que tienes en casa ha hecho algo así. Es difícil de creer.

Heli siempre ha tenido cierta inclinación hacia lo macabro, le encantaban las películas de crímenes y terror. Recuerdo cuando me vio matar aquel pajarillo de un pisotón: no parecía impresionada, sino más bien fascinada.

—Heikki tenía algunas ideas particulares sobre la religión. ?Alguna vez dijo algo que te pareciera raro?

Ella sacude la cabeza.

—Parecía un jovencito muy correcto.

Me decido a ir al grano:

—Voy a satisfacer tu curiosidad malsana. Hemos situado a Heikki en la escena del crimen. Hemos encontrado lágrimas suyas en el rostro de Sufia. Imagínate: la destroza como un animal y luego siente tal remordimiento que llora sobre su rostro en cuanto acaba, y un par de días después se suicida.

Heli también suelta un par de lágrimas.

—Pobrecilla. Pobrecillo. Debía de estar trastornado.

—Muy generoso por tu parte, simpatizar con el sufrimiento de una mujer que tenía un lío con tu marido.

—Pese a todo, no merecía morir así. —Suspira.

Yo asiento, e intento aprovechar su momento de sinceridad.

—?Cuántas veces fue Heikki a tu casa?

—No Jo sé —responde, encogiéndose de hombros—. Unas cuantas.

—?Dónde os sentabais cuando hablabais de la Biblia?

—A la mesa del comedor... o en el sofá del salón. —Me mira a los ojos, escrutándome—. ?Adónde quieres llegar?

—Hemos encontrado vello púbico de Heikki en el ba?o de arriba y en tu cama. Me preguntaba cómo llegaría allí.

Los ojos se le nublan, como los de una serpiente, y luego empiezan a agitarse. Se recuesta y suelta una risita.

—Kari, ?estás sugiriendo que he tenido un lío con un chico de dieciséis a?os?

Sigue riéndose hasta que se le saltan las lágrimas. Espero a que acabe.

—Yo no sugiero nada. ?Por qué piensas eso?

—Parece que es eso lo que quieres decir.

—Yo te he hecho una pregunta sencilla. ?Cómo crees que llegó su vello púbico hasta tu dormitorio y tu ba?o?

Me echa la misma mirada que cuando la interrogué en mi despacho. La que dice que soy tonto.

—Usemos la imaginación, ?vale? Tiene que mear, se le caen un par de pelos del pubis. Uno se queda en el ba?o, y el otro se pega a los pies de Seppo o a los míos y llega hasta la cama.

—Tienes un ba?o abajo. ?Por qué iba a usar el de arriba?

—No lo sé, pero ?qué historia parece más plausible, la de que arrastráramos un pelo suyo hasta la cama o la de que me tirara al chico? Piénsalo.

—Yo no te he acusado de tirarte al chico. Usó tu coche para cometer el crimen. Ahora te toca pensar a ti. Dime qué conclusiones sacas.

Apoya los codos sobre la mesa y la barbilla sobre las manos. Pasa el tiempo.

La idea le asalta del mismo modo que me asaltó a mí. Se yergue de pronto.

—No me jodas —exclama.

—Eres muy malhablada, para lo mucho que vas a la iglesia.

—Es difícil acabar con las viejas costumbres. —Vuelve a reírse—. No creerás en serio que Seppo tenía una relación homosexual con ese chico.

No respondo. Me quedo mirándola y espero.

—Eso es imposible —a?ade.

—?Por qué?

No encuentra una respuesta. Nos quedamos mirando fijamente el uno al otro. Le dejo ganar el pulso y rompo el silencio: —?Tienes constancia de que Seppo haya tenido, en alguna ocasión, relaciones homosexuales?