ángeles en la nieve

Imaginarme esas escenas me da escalofríos. A pesar de todo lo que pueda haberme hecho Heli, en su día la quise y quiero pensar que es buena persona. La idea de que pudiera ser capaz de tales maldades me duele en lo más profundo, me hace recordar lo que sentía por ella cuando éramos jóvenes. Mi reacción instintiva es la de descartar aquella opción, pero luego recuerdo lo que he dicho poco antes: no me puedo imaginar a nadie cometiendo un crimen como éste, pero alguien lo ha hecho. Tampoco habría podido imaginar nunca que me traicionaría de aquel modo, y aún me pregunto si, inconscientemente, estoy siendo subjetivo y quiero castigarla por su traición.

No lo creo. La aventura de Seppo con Sufia le dio a Heli un móvil. Valtteri tenía razón. El exceso de ejercicio, combinado con la dieta, han convertido a Heli en un pellejo lleno de huesos, demasiado peque?a y débil como para ejecutar el asesinato por sí misma. La incorporación de Heikki a la escena le da el móvil y la ocasión. Quizá Kate tenía razón, quizá yo debería alegar conflicto de intereses y retirarme del caso. Pero no puedo, y no sé muy bien por qué.

Cuando llegamos a casa son las cinco y media de la madrugada. Saco el ordenador de Heikki del maletero y lo meto en casa, junto con la batería del coche. Kate se sienta en el sofá y tira las muletas por el suelo. No se ha quitado el zapato. La nieve se funde sobre la moqueta. Yo no digo nada, me siento a su lado. Ella tiene la mirada fija en la pared. Pasan unos minutos y de pronto hunde el rostro entre las manos y empieza a sollozar. Me pregunto si debería abrazarla y consolarla, pero tengo la sensación de que no quiere, así que espero.

—No puedo hacer esto —dice, sin levantar la vista.

Para ella ha sido una noche dura, quizá más de lo que me parece a mí. La rodeo con el brazo.

—?El qué?

—?Has visto a ese chico? —pregunta.

Ella lo ha visto en la camilla, cuando se lo llevaban. Yo lo insulté.

—Lo he visto.

—Me he pasado la noche consolando a una mujer a la que nunca había visto. Ni siquiera hablamos el mismo idioma. Me alegro de haber podido ayudarla, pero ?dónde estaban sus familiares, sus amigos?

No le puedo explicar el concepto finlandés de intimidad. Cuando lloramos nuestras penas, a menudo nos cuesta hablar de ello. Quizá Maria haya estado más cómoda con una extra?a.

—Tú eres la mejor amiga que podría haber tenido a su lado.

—Ese chico, Heikki, te dije que daba miedo, y ahora está muerto. Me siento fatal por haber dicho esas cosas de él.

—No tienes por qué.

—Esa nota que dejó... él fue quien mató a Sufia Elmi, ?no?

Cuanto más pienso en ello, más probable me parece. Si realmente lo hizo, me pregunto si Valtteri y Maria lo sabían. Quizá se lo confesara a ellos. Hablar de la Biblia y del merecido castigo, de los tormentos del Infierno, podría haberle impulsado al suicidio. Las manos me tiemblan de los nervios. Estuvo en casa, a solas con Kate, y yo fui quien lo trajo.

—Probablemente.

—Incluso yo noté que era raro. ?Cómo es posible que sus padres no supieran que le pasaba algo?

—Tienen ocho hijos. En una familia de ese tama?o, los padres no se fijan constantemente en cada uno de ellos. Hay cosas que pasan desapercibidas.

Ella empieza a llorar con más fuerza.

—Quiero irme de este lugar. Quiero irme a casa.

Lo de ?irse a casa? me suena a dejarme a mí. No suelo asustarme, pero me entra el miedo.

—?Qué quieres decir?

—No quiero vivir aquí.

—?Y dónde quieres ir?

—Quiero volver a Estados Unidos, a Aspen.

Con la mente, veo a Kate en cada momento del día. Su cabello color canela, sus ojos serenos, tan claros que parecen casi transparentes. Desde que nos conocimos, nuestra relación ha sido algo independiente del resto del mundo, como me imagino que debe de ser la muerte. Pensaba que no había nada que pudiera interponerse entre nosotros, pero ahora tengo la misma sensación que cuando Seppo la amenazó. El corazón se me desboca, me pitan los oídos, se me nubla la vista.

—En Estados Unidos —prosigue— nunca he conocido a nadie que se suicidara, nunca conocí a nadie en cuya familia hubiera habido un suicidio. En este peque?o país parece como si todos los días hubiera uno. Los finlandeses son como lemmings lanzándose por un acantilado.

Es cierto. Muchos a?os, Finlandia presenta el mayor índice de suicidios del mundo. El a?o pasado fue del veintisiete por mil. Si yo perdiera a Kate y a los gemelos, tengo la sensación de que pasaría a engrosar las estadísticas.