ángeles en la nieve

Kate aún no se acostumbra a la idea de que durante el primer a?o de trabajo haya acumulado cuatro semanas de vacaciones, sin contar un pu?ado de días para asuntos propios. En este país trabajamos menos que en la mayoría, una media de unos doscientos días al a?o. La naturaleza es muy importante para los finlandeses. A la mayoría nos gusta pasar una buena parte de ese tiempo libre en un entorno natural, en alguna casa de campo. Puede ser una caba?a en el bosque sin agua corriente, o puede ser un palacio. Lo que sea mientras esté en el campo.

En teoría, el tiempo que se pasa en el campo se emplea en recoger setas y bayas, en ir a la sauna o a nadar en algún lago. En la práctica, unas vacaciones en una casa de campo suelen ser la excusa para pasarse una o dos semanas borracho.

Algunos de los finlandeses más ricos también tienen casas de campo. El padre de Peter Eklund posee una residencia de invierno en lo alto de una monta?a. Es la finca más cara de la zona y parece un peque?o castillo teutón, salvo por el hecho de que toda la fachada frontal es de cristal. En los meses de sol, el reflejo que crea se ve a kilómetros de distancia.

Me subo al coche y recorro la sinuosa carretera que va hasta la finca de los Eklund. Aparco junto al BMW de Peter. Es un sedán negro de la serie 3, nuevo. Me froto los brazos en previsión del frío ártico, salgo del coche y echo un vistazo a sus neumáticos con una linterna. Son Dunlop Winter Sport, con llantas de diecisiete pulgadas, igual que los de Seppo. La única diferencia es que las de Seppo son de radios simples, mientras que las de Peter son de radios dobles.

Pido una grúa para requisar el coche y luego observo la panorámica. Está nublado; sin embargo, por oscuro que esté, la nieve siempre refleja un poco de luz. Una sombra grisácea lo envuelve todo. Abajo, en el valle, brillan miles de luces de Levi y Kittil?. Son las nueve y cuarto de la ma?ana, buena hora para interrogar a Peter. Si se mantiene fiel a su costumbre, estará tan colgado que no podrá mentir.

Llamo al timbre y espero. Vuelvo a llamar. No responde. Esperar al raso me toca las narices, así que le doy de nuevo al botón y lo mantengo apretado. El ruido desde fuera ya es molesto, así que en el interior debe de taladrarle la cabeza. Al cabo de unos instantes, abre la puerta.

Peter es alto y rubio, el clásico guapo nórdico. Las arrugas de la ropa denotan que sale de la cama.

—I..., i..., in..., inspec...

Peter tartamudea. Cuando está nervioso, resulta incomprensible. Cuando está borracho, el tartamudeo desaparece.

—Necesito hablar contigo.

—Pa..., pa..., pase... —accede, asintiendo con la cabeza.

Paso por delante de él. El salón es enorme, el techo tiene una altura de tres pisos. Las otras plantas están construidas a modo de balcones que dan a este espacio. En el centro de la sala hay un hogar abierto por los cuatro lados. Una campana de piedra comunica con la enorme chimenea que se eleva veinte metros antes de llegar al techo. El lugar está decorado con el típico mal gusto de finales del siglo XX: todo carísimo, pero nada que combine. El padre de Peter lo usa como picadero, mientras su mujer se queda en Helsinki, y le deja a Peter que lo use cuando él no lo necesita.

En los sofás hay tres tipos durmiendo, todos veintea?eros. Uno abre un ojo y me mira. Le digo que siga durmiendo. Peter parece mareado.

—?Una resaca dura? —pregunto.

—Sssssssssí.

En el suelo hay una caja de Koskenkorva, vodka finlandés, medio vacía. Cojo una botella.

—?Tienes algún lugar donde podamos hablar?

Vamos a la cocina. Está mejor equipada que la de algunos restaurantes de lujo, aunque evidentemente no se usa. Todas las superficies están cubiertas de botellas vacías que me recuerdan las que había por toda la habitación de Sufia. Abro la de Koskenkorva y se la paso.

—Bebe. Necesito hablar contigo.

Se sirve vodka y zumo de naranja a partes iguales en un vaso y lo vacía de un trago. Se sirve otro. Yo preparo café mientras él se emborracha lo suficiente como para poder hablar. Se enciende un cigarrillo, un Marlboro Light.

Se acaba su segunda copa y se prepara una tercera. Yo me sirvo un café. Nos sentamos junto a una mesa de roble en la que hay restos de polvo blanco. Dudo que a Peter se le dé bien la pastelería, así que probablemente no sea harina.

—?Te sientes mejor?

—Sí.

—Háblame de ti y de Sufia Elmi.

—Vi el periódico ayer.

—Entonces tenías que haberme llamado.

No dice nada.