ángeles en la nieve

Le doy el nombre del tanatorio.

—Nos veremos allí, y, en su presencia, me contará todo lo que sabe, cómo piensa encontrar a su asesino y cómo éste será castigado.

No quiero que los padres de Sufia vean su cuerpo destrozado, y yo tampoco quiero verlo otra vez.

—Se?or, no creo que eso sea lo mejor. Por favor, piense que quizá sería mejor recordar a Sufia tal como era, no como está ahora.

El tono de su voz se vuelve más agudo.

—Sufia es nuestra hija. Nosotros decidiremos qué es lo mejor y cómo debemos recordarla. ?Cuándo puede reunirse con nosotros?

No tengo otra opción más que la de respetar su deseo.

—Saldré hacia el tanatorio ahora mismo.

Abdi y Hudow aparcan frente al tanatorio justo en el momento en que yo llego con mi Saab. Observo sus siluetas a través de la ventanilla mientras avanzan por la nieve. Abdi mide unos dos metros. Está flaco como un palo. Incluso con su grueso abrigo tiene un aspecto descarnado.

Hudow es baja y gruesa. Lleva puesto el hijab, el atuendo tradicional de las mujeres musulmanas. Un amplio vestido marrón le sobresale bajo el abrigo, hasta los tobillos. Tiene la cabeza envuelta en un pa?uelo, de modo que sólo se le ve el rostro, y encima lleva un grueso gorro de piel.

Salgo del coche, me acerco a ellos y les tiendo la mano.

—Soy el inspector Kari Vaara. Lamento su pérdida.

Hudow parece incómoda. Olvidaba que probablemente no dé la mano a los hombres. Abdi no parece incómodo; simplemente no quiere darme la mano. Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Yo mido más de un metro ochenta, pero tengo que levantar la vista para mirarle.

—Mi esposa tiene frío. Deberíamos pasar dentro.

Entramos por la puerta principal. Suena un timbre, y unos segundos más tarde acude el due?o desde la trastienda. Es un hombro bajito, de unos sesenta a?os, con un traje de color gris marengo. El pelo que le queda también es gris. Nos mira a los tres y detecto su desconcierto. Ve llegar al jefe de Policía con dos personas de color, y uno de ellos es un gigante. Lo más probable es que ningún negro haya cruzado el umbral de esa puerta hasta este momento. Pero luego parece entender; debe de haber recordado a su última cliente.

—Me llamo Jorma Saari —se presenta—. Sé que no hay nada que pueda aliviar su dolor, pero les ruego que acepten mi pésame. Pueden contar con cualquier cosa que esté en mi mano para ayudarles en este difícil trance. Sólo tienen que pedírmelo.

Para Jorma no es sólo un formalismo. Lo conozco desde que era un crío y he tratado con él en muchas ocasiones debido a mi trabajo. Es un buen tipo. Les tiende la mano. Abdi no se la estrecha.

—Bien —responde Abdi—. Gracias. Deseamos ver a nuestra Sufia.

Jorma no parece seguro de cómo proceder. Debe de haber visto el cuerpo de Sufia.

—Se?or Elmi... —objeta.

Abdi levanta una mano y hace callar a Jorma antes de que pueda proseguir. El respeto que impone no se debe sólo a su altura.

—Mi nombre es Abdi Barre —puntualiza—. Usted se ha dirigido a mí equivocadamente, con el apellido de mi hija. Somos somalíes. Tal como es costumbre en mi país, mi hija lleva el apellido de su madre.

—Le pido disculpas —se excusa Jorma.

—?Entiende lo que le he pedido? Deseamos ver a nuestra Sufia. Por favor, llévenos con ella.

—Se?or Barre, desde luego están en su derecho, pero yo querría ahorrarles un sufrimiento innecesario. Sufia aún no está preparada para que la vean, y en mi opinión no deberían. En este momento la están embalsamando.